El delegado electo en Iztapalapa ha despertado la fascinación de los medios, la ira de AMLO, las ambiciones del PAN y un lamento generalizado: hasta dónde hemos llegado… Para esta semblanza le vimos hasta los calzones (literal).

TEXTO: Ruy Feben

Camina a prisa con pantalones y chamarra beiges, los mismos con los que aparece en casi todas sus fotos. En la explanada de la delegación Iztapalapa, confundido en una maraña humana, sólo lo delata su cinta tricolor en la cabeza. Al grupo se unen 10 periodistas que, corriendo hacia atrás, buscan anticipar su paso para registrarlo de frente, de perfil.

—¡Juanito, sonríe a la cámara! —grita uno de ellos.

Juanito pasa junto al “cuartel” de Clara Brugada, su rival: el kiosco de la delegación, cubierto por mantas con la cara de la ex candidata del PRD a quien aceptó apoyar por mandato de Andrés Manuel López Obrador. Esta tarde, él no voltea a ver el kiosco lleno de vecinos que acuden a debatir cómo hacer para que ella y no Juanito sea quien gobierne la demarcación más poblada y violenta de la ciudad.

A cada paso que da, su séquito crece: a lo que ya parece una verbena se unen madres de familia, ancianas, hombres. Siento una palmada en la espalda. Un sencillísimo joven que no llega a los 30 años se dirige a mí, ciñéndose sus lentes de pasta: «Vente. Termina el evento y te consigo la entrevista.» Es Carlos Acosta, hijo y operador de Juanito. En seguida se une a la multitud que rodea a su padre y contesta su celular, que no para de sonar.

Al fin llegamos a la carpa de la Feria de la Enchilada, el evento que va a inaugurar Juanito. Le flanquean el paso seis edecanes que exponen sus virtudes bajo los trajes de licra ínfima, con sus sonrisas clonadas y modos ensayados. El hombre se detiene ante ellas y voltea hacia el quórum: «A ver, ésos que querían una foto…»

Beso doble para una, beso doble para otra, hasta que el ritual se cumple con la media docena de modelos que le responden serias pero diligentes. Entonces elige dos caderas nutridas, las toma con firmeza y sonríe: la edecán más corpulenta —la que levanta sus curvas hasta donde puede— y a otra de ojos claros. Decenas de flashes se disparan al unísono. Ya bien acompañado, entra seguro a la feria. Quiero estar muy feliz a tu lado / Voy a gozar como nunca yo había soñado, son las estrofas de K-paz de la Sierra que suenan de fondo.

Un trabajador de la carpa, con overol y gorra bañados de polvo, ríe frente a la comitiva: «¡Patéenlo bien! Digo, entrevístenlo bien». Varios empleados de la feria le hacen coro riendo. Pero nada de eso pasa. La multitud ya espera con vítores a su político sensación: «¡Jua-ni-to, Jua-ni-to!» Nadie lo llama por su nombre verdadero: Rafael Acosta. Con su sonrisa de blancos y enormes dientes de utilería desparramándose en los puestos de enchiladas, levanta por enésima vez su pulgar derecho.

Afuera comienza a llover.