Joto. Puto. Puñal. Maricón. Estas son sólo cuatro de las palabras con las que los homosexuales mexicanos lidiamos a diario, pero existe un océano de insultos para referirse a nosotros, palabras que tenemos que escuchar tarde o temprano en la calle, en el trabajo o en las reuniones familiares. En este contexto, un hombre tapizado de lentejuelas y con amaneramientos que no se esforzaba en lo más mínimo por ocultar, conquistó millones de corazones dentro y fuera de nuestras fronteras hasta convertirse en una leyenda de la industria musical: Juan Gabriel.

Alberto Aguilera Valadez fue, ante todo, un luchador. Provenía de una familia modesta de padres campesinos y siendo el más pequeño de diez hermanos, enfrentó a muy corta edad la muerte de su padre. Pobres como eran, se mudaron a Chihuahua, donde su madre trabajaba como sirvienta y Juan Gabriel fue recluido en un internado que odiaba profundamente. En un tiempo en el que el bullying por homofobia ni siquiera se conocía como tal, el pequeño Alberto ya mostraba sus andares delicados y una forma de vivir la masculinidad poco ortodoxa para un entorno donde el hombre debe caminar derechito y, como Pancho Villa, con sus dos viejas a la orilla.

Y es que si bien en la actualidad la homosexualidad “se permite” en ciertas burbujas geográficas y estratos económicos, ¿cómo viviría el joven Alberto Aguilera su infancia y juventud en la provincia mexicana de mediados del siglo pasado? ¿Cómo fue que un “joto” como él se sobrepuso a la pobreza, a la marginación, a la homofobia y a la violencia?

Uno de sus aliados fue su silencio estruendoso. La homosexualidad de Juan Gabriel siempre fue un secreto a voces, su clóset era una vitrina de cristal y pedrería que resguardaba el cuerpo y el alma de un verdadero hito de la música. Juan Gabriel nunca habló de forma puntal acerca de su homosexualidad, aún cuando se le llegó a preguntar abiertamente y en repetidas ocasiones sobre ello.

Cómo olvidar, por ejemplo, aquella entrevista en la que Fernando Rincón le preguntó, ya a fuego abierto y sin pelos en la lengua: “¿Juan Gabriel es gay?” La respuesta del Divo de Juárez se convirtió en un clásico inmediato por su jiribilla y su agudeza: “lo que se ve no se pregunta, mijo”. Por primera vez estaba aceptando de manera pública su homosexualidad, pero mediante un juego de palabras en el que afirmaba lo que para muchos, quizá todos, era evidente.

Pero, ¿a alguien le importaba realmente con quién se acostaba Juan Gabriel, si lo que lo convirtió en leyenda fue su inconmensurable talento y su capacidad de generar un hilo invisible pero poderosísimo entre su alma y su público? ¿De verdad a alguien le interesaba si era activo o pasivo, si le gustaban los chacales o los jovencitos refinados, mientras escribiera tremendas joyas como “Amor eterno”, “Caray” o “Inocente pobre amigo”?

Juan Gabriel trascendió la barrera de las orientaciones sexuales, le dio un golpe desnucador al prejuicio y le enterró un tacón en la frente al monstruo de la homofobia. En una tierra de machos bigotones, Juan Gabriel, el lampiño, el amanerado, el de los trajes vistosos y coloridos, tocó corazones de hombres y mujeres, batió récords de ventas y se apoltronó en el corazón del pueblo como el Rey Absoluto de la cultura popular mexicana.

Los conciertos de Juanga no eran tales, eran jolgorios. Ahí hasta al más machín se le quebraba la mano y se permitía corear a todo pulmón las canciones de un hombre que joteaba sabrosísimo sobre el escenario sin pudor alguno. Juan Gabriel movía las caderas, se abanicaba, mandaba besos, enloquecía al público. El Divo se transformaba en Diva y a nadie le escandalizaba: por el contrario, era parte de la magia de sus actos en vivo y pobre de aquél que no haya tenido la fortuna de verlo actuar en directo.

Escribió José Joaquín Blanco (otro joto gigante y fabuloso): “no me atrevo a hablar de la homosexualidad en la miseria. Somos tan poca cosa frente a ella: esos homosexuales de barrio, jodidos por el desempleo y el subsalario, esas locas preciosísimas que contra todo y sobre todo, resisten un infierno totalizante que ni siquiera imaginamos, con una dignidad, una fuerza y unas ganas de vivir de las que yo y acaso también el lector carecemos. Refulgentes ojos que da pánico soñar, porque junto a ellos los nuestros parecerían ciegos”.

Ojalá que los ojos de Juan Gabriel jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos. El mundo necesita más putos, maricones y puñales como él, que como alquimistas, conviertan lo que podría haber sido un panorama sombrío de pobreza y carestía en una estela infinita de plumas y diamantina. El mundo sin duda necesita otro Juanga, aunque al pedirlo en el fondo sepamos que los genios de ese calibre son únicos, singulares, irrepetibles. Adiós, Divo. Tarde o temprano estaremos contigo para seguir amándonos.