Con los años, la relación de Jacobo con el DF se hizo más entrañable, sobre todo después de integrar el Consejo Consultivo para el Rescate del Centro Histórico, junto con el cardenal Norberto Rivera, el historiador Guillermo Tovar y el empresario Carlos Slim, a quienes cuenta entre sus amigos más entrañables.

Jacobo le ha puesto atención especial a La Merced, el barrio donde creció. Aquí, donde la mayoría de calles son ocupadas por prostitutas y puestos ambulantes, el nombre de Zabludovsky es leyenda. En la calle de San Jerónimo, la vecindad que fue su primer hogar ya no existe, pero Rosario Méndez recuerda con admiración a la familia formada por David Zabludovsky y Raquel Kraveski. Él se dedicaba a vender retazos de tela, pero se fue ganando su lugar como comerciante. «Todos eran rubios y de ojos claros, no podías olvidar algo así», dice la mujer de 75 años. Recuerda también a los dos pequeños varones cargando siempre una pila de libros. «Eran judíos muy trabajadores y muy estudiosos. Eso se notó siempre. Nadie podía pensar en qué se iban a convertir, pero se notaba que no iban a envejecer en estos rumbos».

Ahora Jacobo vive muy lejos de ahí, pero nunca olvida su barrio y defiende siempre su restauración y conservación. «Las calles de mi infancia van conmigo a todos lados», dice el periodista. Y fueron estas calles que despertaron su curiosidad incansable y su voracidad como lector. Durante muchos años la familia Zabludovsky pasó por penurias económicas, pero el periodista recuerda con cariño sus paseos por Donceles en busca de libros usados que estuvieran a su alcance. Julio Verne fue su primer autor, pero fue Dostoievski el que loancló para siempre a la lectura. «Se hizo un vicio más que un hábito. Mi esposa Sarita quería sacarme de mi casa con todas mis toneladas de libros», dice entre risas.

Con Dios y con el diablo

Algo tiene Jacobo Zabludovsky que sus conversaciones parecen paseos veraniegos que uno nunca quiere terminar. En sus oficinas, posa para el fotógrafo mientras cuenta de su próximo viaje a Madrid, donde habrá una reunión del consejo del Museo del Prado del que forma parte. Cuenta entonces de su amistad con Juan Soriano, quien alentó su gusto por el arte. Teje ésa con otra historia y luego con una anécdota que termina con el día en que compró un libro de tauromaquia de más de 150 años de antigüedad.

–Usted, tan aficionado a las toros, ¿qué opina de los activistas que quieren prohibir las corridas?

–Que tienen toda la razón. Es un espectáculo muy cruel. Si no fuera tan aficionado, me uniría a su causa.

–¿Alguna vez ha intentado torear?

–Sí, una vez. No lo vuelvo a hacer jamás. Ni me esposa me dejaría. Nunca sentí tanto terror como ese día. Bueno sí, sentí mucho miedo cuando el cáncer me dio su tercera cornada.

Jacobo habla ya con mucha soltura de la enfermedad que lo atacó tres veces y lo enfrentó con la muerte. No podía concentrarse lo suficiente para leer, no podía cargar a sus nietos, no podía valerse por sí mismo y tenía que usar un pañal. «Fue una época dolorosa y terrible pero quizá la más valiosa. Porque entonces supe qué y quiénes eran importantes. La idea de la muerte me cambió la vida», dice. Aunque parece lo contrario, Zabludovsky tiene muchos compañeros, pero pocos amigos verdaderos. De los enemigos no habla, aunque asegura que todos los tenemos. «Parece que tengo una muy buena relación con todos, pero es porque nadie habla de las malas relaciones», dice riendo.

Jaime Almeida formó parte del equipo de reporteros de Jacobo entre 1969 y 1975. En seis años, dice, nunca lo presionaron para «torcer la realidad» o sacar temas de su agenda. «Había censura, es seguro, pero mi trabajo siempre fue respetado y defendido por Zabludovsky», dice. A su ex jefe lo recuerda como un maestro que le enseñó a cotejar información, buscar donde menos esperaba y perfeccionar su redacción. “Muchas Noticias en pocas palabras” era el lema de su noticiario. Así recuerda con orgullo las grandes historias que cubrieron juntos, como la entrevista a Joel David Kaplan, el reo que se fugó en un helicóptero y era uno de los más buscados por el gobierno mexicano, o el primer reportaje sobre narcotráfico que hizo su compañero Fernando Alcalá en 1974. «Era un periodismo de investigación, no de escándalos. Jacobo sentó las bases para lo que se hizo después y que se ha mejorado mucho conforme se tienen más libertades. Pero decir que Jacobo fue el vocero oficial es una injusticia y una gran muestra de ignorancia. Lo dicen porque no conocen su carrera», sostiene.

Jacobo habrá callado muchas cosas, pero dejó a su público otras grandes coberturas. Fue el primer periodista en el mundo que entrevistó al Che Guevara y a Fidel Castro después de la revolución cubana; el único reportero mexicano que igual convivió con Dalí que con Gabriel García Márquez y Octavio Paz. Almeida recuerda la dureza con la que revisaba su trabajo, las veces que le hacía repetir una palabra cada vez que la escribía mal. «Era implacable», dice. Recuerda aún más el apoyo que dio Zabludosvky a los organizadores del festival de Avándaro, planeado desde sus oficinas para que se grabara y transmitiera en su programa dominical. «Todas las noches en su noticiario daba una nota sobre los avances del festival. Él convenció a Azcárraga de hacer todos los trámites y poner el equipo. Si no fuera por Jacobo, Avándaro no hubiera existido», dice Almeida, periodista que lleva casi cuatro décadas escribiendo sobre música.

Heriberto Murrieta también trabajó en el noticiario de Jacobo en la década de los ochenta. Desde entonces se le conoció como “el joven Murrrieta». Es uno de sus discípulos más famosos. Él recuerda, entre risas, el día que rompió tres versiones de su entrevista a Cantinflas. «Ya no podía con los nervios, me daba miedo llevársela. Pero a la cuarta versión me di cuenta que podía mejorarse, que siempre se puede». Dice además que el mayor valor de “el maestro” es que ofrece «una amistad inteligente. Igual te ayuda, pero te cuestiona para ayudarte a tener más claridad. Te trata siempre con respeto y conserva, ante todo, tu confianza», dice.

Zabludovsky está de acuerdo. «No soy de izquierda ni de derecha, no tengo amigos por partidos políticos o por ideologías. Me llevo bien con dios y con el diablo. Si hay cariño y confianza recíprocos, la gente lo percibe», dice. Quien fuera identificado como símbolo de la censura, ahora es de los pocos periodistas que dan espacio y verdaderamente son respetados por Andrés Manuel López Obrador, y uno de los más queridos y mejor tratados en La Jornada, el periódico de izquierda por antonomasia. «Respeto a ese periódico, quiero a Carmen Lira, su directora, y me he hecho amigo de Andrés Manuel. Le di espacio cuando nadie más quería hacerlo porque era mi responsabilidad como periodista, no porque estuviera de acuerdo con lo que decía. La objetividad absoluta es imposible, pero siempre trato de acercarme», dice quien conserva una amistad con Carlos Payán, fundador de La Jornada, desde la época de su juventud en La Merced. «Los mexicanos hemos ganado libertades que no vamos a ceder, no importa quién esté gobernando. No hay forma de regresar a la censura y aquí estaremos todos vigilantes», dijo en entrevista. Al terminar la charla, Jacobo me escolta a la salida. En los pasillos me hace un rápido recuento histórico de las transformaciones que han sufrido sus oficinas. Saluda al vigilante «Alberto». Espera a mi lado a que llegue el elevador y se disculpa una vez más, ahora por la tardanza del «viejo aparato». La gente se acerca, lo saluda y él sonríe, como siempre. Su noticiario ha cambiado, pero Jacobo sigue siendo igual.

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