Salimos de la casa de Charlie Monttana, en la colonia La Perla, con destino a la colonia Santa Cecilia en Tláhuac. Con dos fotógrafos nos instalamos en el camión de Charlie: una especie de minibús con literas, mesas y aroma a baño público desinfectado. Por media hora aguanta los flashazos. Disfruta creando poses, haciendo muecas: asombra a la cámara. «No seas malo, no me saques mal; que no se me vean las ojeras, las arrugas. O retócalas, ¿no?», le pide a Alfredo y se suelta a reír, quizá para aligerar la exigencia. En el camino, mientras reposa al fondo del vehículo sentado junto a la puerta que expulsa el vaho de Cloralex y Pinol, se anima a hablar del rock nacional y lo que asume como crisis: «Zoé, Ximena Sariñana, esas cosas no son rock: son mamadas. Hijos de papi que les dicen qué hacer. Prefiero a Moderatto. Aunque empezaron como una burla la hicieron: le dan duro al rock».
Cruzamos avenida Tláhuac. Al asomarme veo casas cubiertas de tags, pedazos de banqueta y tierra. Tláhuac parece construida con restos de ciudad: pavimento quebrado, luminarias agonizantes, postes inclinados, cascajo. Corren niños descalzos, andan a prisa mujeres con más de un hijo en un brazo y bolsas de mercado en el otro.
El camión se estaciona fuera del Salón La Media Luna, construcción desoladora con pinta de bodega. Aún falta un rato para que Charlie se presente en el festival; por eso sus hermanos y la banda se esparcen en el vehículo y toman cerveza Bud Light. Charlie no suelta la botella de Jack Daniel’s: entre trago y trago se echa a la boca un chocolate de la misma marca.
Juguetea solitario sin interés, y a veces ni eso, con unas barajas que detrás tienen impresas la etiqueta negra del whiskey gringo. Espera a que los organizadores del concierto, que arrancó hace más de nueve horas, vengan a pagarle su adelanto.
Charlie no convive mucho. Ni con el baterista, joven musculoso de tatuajes en los brazos, nacido en Chihuahua y que dejó la abogacía por su obsesión musical. Y tampoco con sus hermanos. Charlie acaso hace una broma, o pregunta si está lleno el lugar.
Alcanzamos a oír que dentro del salón el grupo California Blues toca una variación del tema “Y cómo es él”, de José Luis Perales. Charlie se indigna: «Eso no es rock, no pueden seguir así las nuevas generaciones: cambiando tonaditas de baladas fresas».
—¿Qué le pasa al rock mexicano?
—No sé, ese círculo se está cerrando. Hay tocadas con 20 bandas y con ninguna dices «Ay, no mames». Hay buenos casos como los Rastrillos, que es reggae, o Liran’Roll. Pero no mucho. Si hay un cambio será después, quizá el rock urbano cambie de nombre, no sé —dice ya sin interés, arrastrando las palabras, hablando con pausas hasta callarse.
Algunos fanáticos tocan al autobús para ver a Charlie. La banda lo consulta y él accede. Tres seguidores, de negro y con la playera de su estrella, lo abrazan y se despiden rápido para no importunarlo. Luego de cuatro tandas de fans, el rockstar pide tregua: «Ya mano, no me dejes pasar más gente. Huele a albañil aquí ya», y se sienta con desgano a tomar Jack Daniel’s, hablar del clima o del olor a baño que nos marea.
Cuando bajo del camión encuentro a Fernanda, una chava de ojos achinados y expresión inquieta que se me acerca.
—Mi sueño es conocer a Charlie—dice.
—Voy a ver si te ayudo —respondo.
—¿En verdad? —agrega ansiosa.
Me intriga que una chica en sus 20 se desviva por un cuarentón en decadencia.
—¿Cómo lo conociste, qué edad tienes? —le pregunto.
—Tengo 21 y lo conozco por mi papá desde chica, pero nunca lo he podido conocer en persona —dice con ojos luminosos.
Como me entero que estudia Ingeniería Ambiental, le pregunto qué piensa de la antiecología de Monttana. «Tiene diversos temas de amor y violencia; no sólo amor, habla de muchas cosas —contesta y pasa a otro asunto—. ¡Ya quiero tomarme una foto con él y que me firme!», me interrumpe extasiada cuando ve abrirse la puerta del autobús. Sube y murmura: «estoy temblando».