«Quedamos a las 6», me dice cuando llego a entrevistarlo al Condechi, uno de los restaurantes de los que es propietario. Desconcertado, miro mi reloj, que marca 6:01. Es la tercera vez que me cita y la primera que no me cancela.

En la mesa está uno de sus actores, Luis Roberto Guzmán, protagonista de El Pantera, la nueva serie de Televisa. Mondragón le hace con la cabeza un gesto discreto para que se vaya. El actor se levanta y despide a su manager con un «nos vemos» susurrado, como para no fastidiarlo.

«Tráele un smoothie —pide a un mesero y se justifica—. Te va a gustar.» En un par de minutos el empleado cumple la orden, colocando entre su jefe y yo una espumosa torre roja. «Empieza. Tengo poco tiempo.»

El nombre “Jorge Mondragón” a muchos quizá no les diga nada. Pero nadie está a salvo: todos hemos consumido sus productos. «Es nuestro Puff Daddy», define el conductor Óscar Uriel. «Es un perro que cobra carísimo», explica el productor de televisión Pedro Torres. «Es un magnate», suelta Francisco Barrios “Mastuerzo”. «Si alguien es el diablo, es Mondragón», dice su amiga Amanda de la Rosa. Varios medios lo han calificado como “El Rey Midas”, un título que simplifica a este hombre que me recibe de negro —desde los pies hasta las uñas—, distendido en su silla.

«Aguanto mucha mierda —reclama—: Mondragón es el malo, el ladrón, el cabrón, el hijo de puta.»

«Hijo de puta, hijo de puta.» En una hora de conversación, se referirá de ese modo a sí mismo seis veces, vociferando, para indicarme la forma en que lo califican en el mundo del espectáculo.

¿Qué ha hecho Mondragón? La respuesta podría durar 20 años, los que ha dominado el rock y pop mexicanos antes de ser manager de Gael García, Diego Luna y las “Anas” De la Reguera y Talancón. Ha dirigido a las grandes bandas de México: desde Botellita de Jerez, Caifanes y Café Tacvba hasta La Maldita Vecindad, Moenia y Fobia. Pero, en millones y fama, Molotov es su hijo pródigo.

Sobran ejemplos de sus conquistas. En 2001, Diego Luna aún era identificado como “el gordito” de El premio mayor. Hace poco, su imagen vistiendo Ermenegildo Zegna se alzaba en un espectacular del centro de Shangai. En cuatro años, de El crimen del padre Amaro a Diarios de motocicleta, Gael creció hasta ser una celebridad mundial. A sus más recientes creaciones, Talancón y De la Reguera, las arrancó del mundo de las telenovelas para instalarlas en el pedestal de divas.

Industrias Guacarock

A mediados de los 80, Mondragón, un rastafari de 22 años, solía llevar a sus cuates a las tocadas de Blitz, un grupo de reggae que alternaba en el bar Sugar de Zona Rosa con los ya famosos Botellita de Jerez. Sin buscarlo, se fue convirtiendo en promotor de la banda. Cuando Manrique Moheno, manager de Botellita, supo que ese chavo que sacaba unos pesos organizando fiestas de luz y sonido había negociado que Blitz tocara en el Sugar durante todo el Mundial México 86, decidió ofrecerle chamba. En sus primeras horas de trabajo, Mondragón escuchó que “los botellos” pretendían crear la disquera “Aguacate Records” (parodiando a Apple Records, de The Beatles). Días mas tarde, se acercó al “Mastuerzo”, Sergio Arau y Armando Vega-Gil, los miembros de la banda, que comían en el restaurante El Balcón, de Rockotitlán. Sacó de su bolsillo una tarjeta, muy bien impresa, con la imagen de un aguacate partido sobre una línea: «Jorge Mondragón – Industrias Guacarock.»

«Vi las tarjetas que hizo y me dio un chingo de gusto —cuenta “El Mastuerzo”—. Le dije: “¡A huevo, m’ijo!” Con ese gesto mostró sus ínfulas de empresario.»

Los meseros del Condechi no quitan la mirada de la mesa de su jefe, para servirlo en cuanto levante la mano. A su derecha, Mondragón ha colocado una lap top y una BlackBerry que no para de teclear. Todo el tiempo suenan un celular rosa (el de los “deals” importantes) y un nextel (para el resto del mundo). Los observa, los deja, los agarra. «Vuelvan a conectarme», grita a los meseros mientras mueve unos cables de sus aparatos. Atiende una llamada: «Adriana, sobre eso no hablo, por eso bateé a tu reportera.» Cuelga irritado. «Nuestra prensa no está preparada, sus intenciones casi nunca son buenas. Tengo a Chema Yázpik, que es muy talentoso, y sólo les importa con quién sale.»

¿Cómo descubre este hombre el potencial de los artistas? «No trabajo con quien piense hacer un gran negocio. Agarro a los artistas por su talento desde que no son nadie. Se vuelven negocio por la suerte y por algún manager que tengo arriba.»

La experiencia en Botellita le abrió las puertas de Neón, su primer grupo en forma. Pronto lo colocó en el Bar 9, antro gay de la Zona Rosa que presentaba los “Jueves de Rock”. El productor argentino Gustavo Santaolalla llegó a México en el ocaso de los años 80 para descubrir y grabar al incipiente rock nacional. La geografía rockera del DF daba pocas opciones: el LUCC, Magic Circus, News, Rockstock, Rockotitlán y el Bar 9, donde conoció a Mondragón. Aquel encuentro sacudió los rústicos conceptos empresariales del joven adorador de Bob Marley. Con Santaolalla aprendió a negociar con empresarios, a usar los poderosos amplificadores PA en vez de las bocinitas de pared y a contratar stage managers e ingenieros de sonido, monitores e iluminación. Y, sobre todo, aprendió que a veces no basta el talento si se descuida la imagen.

Cuando Luis de Llano lo llamó para que Neón acudiera al programa Súper rock en concierto, Mondragón supo que le estaban dando oro en polvo. Contactó a Pixie, célebre maquillista de la época; al coiffeur Juan Álvarez para arreglarles el pelo y a Alfredo, un audaz vestuarista. «¡Neón, el grupo de México!», anunciaron en el estudio. Ignacio Acosta apareció con unos pants verdes bajo un gran saco kansai, Sergio Santacruz con un rudo look de cuero y los demás igual de estrambóticos, todos con peinados de colores que desafiaban la gravedad por los prodigios del gel. Nunca antes un grupo mexicano se había ocupado tanto de su apariencia. Al verlos, el público reaccionó con frenesí. Cuando empezaron a tocar el hit “Juegos de amor” (conocido como “Pa-pá-reo”), ya era la locura.

«Jorge ligaba la música al glamour, que es donde mejor se mueve —dice Acosta, de Neón—. Íbamos a fiestas de muerte, muy debrayadas, junto a músicos famosos, empresarios, publicistas, productores. Siempre rodeados de modelos. Fue así como nos caímos como músicos. Jorge nos hizo creernos el glamour y volamos como globos de cantoya.»