Jueves 5 de noviembre

Vivir en una ciudad que rara vez varía de 20 grados centígrados puede parecerle genial a casi cualquier otro habitante del planeta. Resulta que lo normal en la Tierra es freírte en verano por arriba de los 40º C; y si vives al norte o al sur de los Trópicos, congelarte en invierno.

Acá, de no ser por estar a 2240 metros sobre el nivel del mar, estaríamos asándonos en verano y apenas tendríamos una tregua algunos días de invierno. La altura nos salva. Nos regala un clima templado y agradable unos 10 meses del año. El problema son esos dos meses: finales de abril y casi todo mayo y los ocasionales días fríos de noviembre, diciembre y enero en que las temperaturas descienden. No mucho, en realidad. Rara vez bajamos de cero grados y eso a las cuatro de la mañana.

Nuestros extremos climatológicos son tan mediocres. Recuerdo que en el dos mil y tantos alcanzamos el record del día más caluroso en cien años: 37º C. ¡La temperatura corporal promedio era nuestro récord! Hasta pena debería de darnos.

No digamos nuestros fríos. Cualquier escandinavo sale en camiseta cuando nosotros tenemos pasamontañas y anorak.

Lo que sí, y ése es el verdadero problema de nuestro clima, es que tanta tibieza vuelve innecesarios los sistemas de aire acondicionado y calefacción. En el primer mundo podrán tener inviernos de 20º bajo cero, pero tienen calefacción. En Monterrey pueden asarse a 45º pero tienen aire acondicionado.

Acá los inviernos serán Región 4, pero llegas a tu casa y está fría, no tienes chimeneas, sólo cobijas y están frías. Y pones un calentador eléctrico y fundes los fusibles de todo el edificio porque la instalación eléctrica no está hecha para esos menesteres.

Sugerencia como tema de conversación: Introduce la variable del cambio climático, deprime a todos diciéndoles que en pocos años ya no recordaremos cómo era un frío invierno… ni tampoco lo que era ir al ya para entonces submarino puerto de Acapulco.

Miércoles 4 de noviembre

Hace un año justo…

Yo estaba bajando del coche para ir a mi sesión de psicoterapia, cuando sonó mi celular. Era mi hermana. Preguntaba si yo estaba bien. Me revisé. Le dije que, hasta donde podía percatarme, yo estaba bien. ¿Qué pasó? Me dio la noticia: a dos cuadras de donde ella trabajaba había habido una explosión, dicen que se había caído un avión o algo, que la gente corría, que los bomberos, todo horrible. Entonces le pregunté lo mismo, ¿y tú estás bien? Ella estaba bien, pero como según ella yo pasaba por Reforma: a lo mejor el avión o lo que haya sido me había caído encima. La tranquilicé diciéndole que esa no era mi ruta habitual. Pero… ¿un avión? ¿En Reforma?

Colgué y revisé en el Internet de mi Blackberry por si había noticias. Poca información. Cayó un avión sobre Reforma y Periférico. No decían mucho más. Minutos más tarde: Secretario de Gobernación iba en la aeronave.

En ese momento dije una palabra llena de sentido, profundamente reflexiva:

—¡Madres! —y enmudecí.

Existe un apartado de la memoria humana donde se guardan ciertos recuerdos clasificados bajo la etiqueta: «Dónde estuviste cuando…»

Dónde estuviste cuando cayeron las Torres Gemelas.

Dónde estuviste cuando murió el Papa, o Michael Jackson, o Lady Di.

Dónde estuviste cuando el terremoto.

Es curioso, por ejemplo, que casi nadie recuerde, de primera instancia, que también hoy se cumple un año de que Barack Obama subió al poder. De eso hablaban todos los noticieros en México hasta las 6:46 de aquella tarde.

Sugerencia como tema de conversación: retrasa lo más que puedas el momento en que la charla derivará inevitablemente hacia las teorías de la conspiración (donde el narco y/o el gobierno derribaron el avión) o del absurdo (donde Mouriño iba pilotando).