El presidente Luis Echeverría y Sherer, su periodista incómodo.

En el noticiario 24 Horas de esa noche, Jacobo Zabludovsky, —servil a Echeverría como a todos los presidentes priistas que vinieron después— deformó los hechos siguiendo su costumbre. Dijo que el zafarrancho ocurrido en el Excélsior, después de una asamblea de los cooperativistas celebrada «en absoluto orden y en cabal cumplimiento de los estatutos» fue provocado por los miembros del grupo de Julio Scherer, «descontentos porque su director y su gerente habían sido destituidos». Eran los Shereristas los que estaban armados y los que cometieron los asesinatos y el desorden. En la oficina de la dirección general mintió Zabludovsky— se encontraron dos cajas de armas de fuego que fueron distribuidas entre los rebeldes que provienen —de acuerdo con las primeras investigaciones de la Procuraduría— del ejército sandinista de Nicaragua «con quien Scherer tenía nexos». Zabludovsky celebró la detención de Julio que ha puesto punto final —dijo el locutor— «a una era de periodismo amarillo y desestabilizador de nuestra democracia».

En el mismo programa de 24 Horas, Ricardo Rocha —el joven y trepador reportero a quien Zabludovsky encomendó la difamación de Excélsior en el asunto de Paseos de Tasqueña— entrevisto al nuevo director Reginó Díaz Redondo. Regino lamentó los hechos, las muertes, los heridos, «pero ya todo está en calma —sonrió—. Rescatamos el periódico y hoy empieza una nueva época en Excélsior al servicio de la verdad y del país».

Como bien dijo Manuel Becerra Acosta, el golpe nos hizo talco. Pese a nuestras denuncias, a nuestras manifestaciones en público, a las crónicas que se publicaron en el extranjero sobre lo ocurrido el ocho de julio —las más exactas y severas fueron las de Alan Riding en el New York Times—, nuestra protesta y nuestra furia terminaron acalladas por el silencio criminal de la prensa mexicana y por el golpeteo implacable de televisa y Zabludovsky. Desde la cárcel, Julio Scherer trató de mantenernos unidos, de planear con nosotros una revista que se llamaría Proceso —nombre propuesto por Enrique Maza—, pero que nunca terminamos de organizar, huérfanos como estábamos de la presencia tangible de nuestro director. Hero Rodríguez Toro falleció a consecuencias del infarto sufrido en su oficina. Manuel Becerra Acosta se fue a vivir a España. Miguel Ángel Granados Chapa aceptó dirigir Radio Educación. Samuel del Villar ingresó al despachote Jorge Barrera Graf. La mayor parte de los reporteros se fueron dispersando y diluyendo, poco a poco, en otros diarios, en otras publicaciones. Era una verdad irrebatible que Julio Scherer padecía injustamente los cargos de sedición con que lo acusaban, pero todos los intentos legales para sacarlo de la cárcel se convertían en una maraña burocrática de aplazamientos absurdos, de gestiones inútiles, de complicidades políticas. Ni su primo lejano, el nuevo presidente López Portillo, hacía nada para contrariar lo que parecía un capricho cruel, una venganza artera del exmandatario Echeverría. Cada vez que la prensa internacional clamaba en contra del encarcelamiento del periodista, Zabludovsky atizaba el fuego antiScherer y nuestros colegas de la prensa mexicanazo segundaban con el silencio cómplice o con diatribas sutiles que hacían de Julio un «comunista confieso al servicio de Fidel Castro y de la guerrilla sandinista». La verdad terminó sepultada en el lodo. El país empezó a pensar en otros problemas.

Cuando julio salió por fin de su encarcelamiento —que se publicito como un gesto magnánimo de López Portillo en su primer trimestre de gobierno— ya nadie tenía fresco el golpe del ocho de julio. Fue noticia de primera plana, desde luego, pero ninguno de los reporteros buitres de El Universal, del Novedades, de El Heraldo, consiguió de Julio una entrevista, una declaración de banqueta, un gesto acusador. Se fue directo a casa de Gabriel Mancera y allí lo acompañamos algunos seguidores en lo que fue una noche memorable. Se volvió a hablar del proyecto Proceso, se hicieron vagos planes de compactarnos de nuevo, pero todo se quedó en eso, en planes, en calenturas de desquite, ansias de reinventar el periodismo histórico.

No necesito pasar mucho tiempo. Al día siguiente, Julio se dio cuenta de que estaba completamente solo.

Miguel Ángel Granados alzó la voz, y aunque muchos no alcanzaban a verlo, oculto por la multitud que abarrotaba la oficina de la dirección, todos lo escucharon:

—Un enfrentamiento tendrá consecuencias trágicas y nada ganaremos porque no podremos hacer el periódico ni mantenernos acuartelados por mucho tiempo. Yo pienso que debemos salir ahora dignamente, pero ésa es una decisión y una responsabilidad personales. Yo asumo la mía y me voy.

—Vámonos.

—Yo quiero salir de tu brazo, Julio —dijo Abel Quezada.

—Del brazo tuyo y del brazo de Gastón y del brazo del licenciado Granados y del brazo de Hero y del brazo de todos. Salgamos todos juntos —dijo Julio Scherer encaminándose a la puerta de la oficina.

Al llegar a las escaleras repletas de ensombrerados y escuchar los primeros ¡fuera! ¡fuera! ¡fuera!, nuestra respuesta fue unánime: ¡Sche-rer Excél-sior! ¡Sche-rer Excél-sior! Bajamos gritando sin mirar a quienes nos miraban. No sentíamos el peso del cuerpo. Nuestras piernas de hilacho parecían caer sobre escaleras de arenas movedizas y los muros, la gente, las puertas del edificio, la calle, el tránsito, la banqueta familiar, los establecimiento de todos los días se desenfocaron como si la cámara de Televisa apuntaba contra el grupo compacto que abandonaba el periódico sustituyera nuestra mirada dando únicamente foco a las figuras próximas y negándose el big long shot de aquel insólito desfile por la acera oriente del Paseo de la Reforma entre el asombro de los transeúntes borrosos, dejando atrás las oficinas de Iberia, el estacionamiento al aire libre, el restorán La Calesa, deteniendo el transito de Donato Guerra y desmadejándose en la segunda cuadra para volverse de nuevo un grupo compacto en la esquina con la avenida Morelos. ¡Sche-rer Excél-sior! ¡Sche-rer Excél-sior! Entre el asombro de automovilistas y andantes vueltos hacia ese grupo de tipos, quién sabe que ocurre. Justo al salir del edificio un reportero fuera de foco trató de entrevistar a Miguel Ángel Granados quien lo apartó con una exclamación tronante: ¡Es un golpe del fascismo! Reporteros de otros diarios que jamás se preocuparon por Excélsior eran rechazados por el director general. Julio Scherer caminaba en la punta con Abel Quezada a su derecha, Gastón García Cantú a la izquierda y detrás Armando Vargas, Arnulfo Uzeta, Jorge Villa caminando como disparados, dueños de una acera, sin rumbo ya; cien periodista caminando detrás de Julio Scherer hasta la esquina con Morelos. Lloraban Jorge Ramírez de Aguilar, el grandote Ramón Márquez, el güero Manuel Arvizu, Marta Sánchez. Se conformaban grupos para abrazar al gerente y al director. Se acercaban amigos, curiosos, lectores de Excélsior. ¿Pero qué pasó? ¿Cómo estuvo?, preguntó Francisco Zendejas. Media hora estacionados en la vía pública sin saber qué hacer ni a dónde ir. No nos separemos, fue la consigna.

Lo demás es historia.