Agobiado ante la presión social y mediática por la tragedia del News Divine, la mañana del 7 de julio Marcelo Ebrard llamó a su secretario de Salud, Manuel Mondragón y Kalb, para reunirse de inmediato. Horas después, le dio la noticia: el titular de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), Joel Ortega, sería relevado. El elegido para suplirlo era él. Sorprendido, el funcionario de 73 años aceptó ese lunes el ofrecimiento del jefe de gobierno y recibió la primera orden: dirigir una profunda reestructuración dentro de la secretaría. Con el cargo de más relevancia en su trayectoria, Mondragón volvía así al mundo de las armas, la pasión que décadas atrás lo había hecho campeón nacional con pistola calibre .45.

En las oficinas de la SSP, en la Zona Rosa, Ebrard encabezó la toma de posesión del secretario, al que dedicó palabras elogiosas («Se trata de una personalidad con características casi únicas») y pidió transformaciones veloces («Esta secretaría tiene que cambiar, y mucho, en muy poco tiempo»).

Por esas horas, Mondragón acudió al área de la SSP donde reposan las motocicletas de los agentes policiales. Frente a sí quedaron las fantásticas Harley-Davidson, una tentación a la que se había resistido por años. Montó una de ellas y enfiló hacia Tepito: había llegado la hora de patrullar el corazón de la delincuencia: «Este secretario —me dice en una entrevista el propio Mondragón y Kalb— sí se sube a la moto».

Entro al vestíbulo del edificio de la SSP, en la colonia Juárez, una mañana lluviosa de jueves.

—Tengo cita con el secretario Mondragón —digo a tres oficiales que controlan el acceso.

—Suba por el elevador que dice “privado” —me indica uno de ellos. Señala una de las tres puertas metálicas a sus espaldas.

En segundos aparece una sonriente y perfumada elevadorista en traje sastre blanco: «¿Piso 12?»

Las puertas se abren en lo alto del búnker que coordina a las policías Auxiliar, Preventiva y Bancaria e Industrial de la ciudad, el punto desde donde el Gobierno del DF debe, según marca la misión del organismo, “Mantener el orden público (y) proteger la integridad física de las personas y sus bienes”.

Aparece ante mí una vitrina con unas veinte pistolas y otras tantas ametralladoras, todas impecables. Dos mujeres y dos hombres uniformados me conducen a un recibidor.

—Buenos días. Pase usted y tome asiento donde guste —dice un empleado.

Antes de ocupar uno de los tres sillones de velour, entra un mesero.

—¿Algo de beber? —me ofrece y desaparece sigiloso.

En la sala blanca hay un gran paisaje del Valle de México donde se alzan imponentes el Popo y el Izta, y cinco óleos coloridos de niños indígenas.

Esperamos, hasta que asoma la cabeza Fernando Echeverría, hombre de lentes, bigote y cabello gris: «¿Aún no llega?», pregunta este secretario de Mondragón desde hace un cuarto de siglo.

De pronto, Mondragón sale de una puerta. En traje café y zapatos lustrosos, me extiende afable la mano. «Sólo te dará media hora, tiene una cita a las 11:30», me aclara impaciente el responsable de Comunicación Social, José Carlos Cervantes. Mondragón, en cambio, es todo serenidad. La única señal de inquietud podría ser su tic nervioso: coloca una de sus grandes manos en posición vertical y la acaricia con la otra, para luego alternarlas. «Gracias por la oportunidad de platicar de mi vida», dice este hombre corpulento y de voz cavernosa.