El mes pasado te contamos que ya podías leer en español el libro de Simon Critchley sombre David Bowie. Si ya lo compraste, podrás debatirnos si este es el mejor capítulo.
Pero si aún no lo tienes, este es el momento de que goces una probadita del libro. La editorial Sexto piso nos autorizó compartirlo. La traducción es de Inga Pellisa.

Ilusión a ilusión

Éramos jóvenes y tontos en aquel entonces, con doce, trece y catorce años. Pero Bowie nos enseñó la naturaleza engañosa de la ilusión y también su poder irresistible. Aprendimos a vivir con ilusión y a aprender de la ilusión, en lugar de salir huyendo de ella. Habitar este espacio es también vivir después de la revolución, en la des-ilusión que sigue a una secuencia revolucionaria.
Para nosotros, fue esa solidaridad desencantada y jodida de principios de los setenta, cuya expresión más contundente encontramos en «All the Young Dudes», que Bowie escribió para Mott the Hoople. Para una generación derrotada que sabía que no iba absolutamente a ninguna parte, la canción fue como un En la carretera de Kerouac:
Mi hermano ha vuelto a casa con sus Beatles y sus Stones a nosotros nunca nos puso ese rollo revolucionario … Qué tostón… Demasiadas pegas.
My brother’s back at home with his Beatles and his Stones
We never got it off on that revolution stuff
… What a drag… too many snags.
Nosotros seguimos a Bowie de ilusión en ilusión. Cuando, poco a poco, fue dejando de ser la grandiosa estrella del pop de masas que había sido en el período Ziggy, mi interés por él no hizo más que intensificarse.
En febrero de 1976, robé una copia de segunda mano de Station to Station de la David’s Bookshop (ninguna relación con Bowie) que había en la ciudad jardín de Letchworth. Yo tenía casi dieciséis años y sentía que algo empezaba a cambiar tanto en Bowie como en mí. La canción de diez minutos y catorce segundos que da título al disco (la más larga de Bowie) parecía abrir la puerta a un nuevo paisaje de posibilidades musicales. Y lo que es más importante: fuera lo que fuese, no tenía un nombre. Pero había dejado de ser rock and roll. Por eso me gustaba.
Como tantos de mi generación, a esas alturas yo andaba escuchando una extraña mezcla que incluía rock and roll de Detroit, como el de Iggy and the Stooges y los alucinantes MC5, combinado con los espacios sonoros proto-ambient de Terry Riley y Fripp & Eno. Al mismo tiempo, estaba particularmente obsesionado con la avalancha de música nueva que llegaba de la antigua Alemania Occidental, en especial bandas como Neu!, Can, Tangerine Dream, Popol Vuh, Amon Düül II,
así como con esa banda francesa extrañamente monumental, Magma.
Recuerdo entrar en un quiosco de la John Menzies en Letchworth una tarde, a última hora, en enero de 1977, y escuchar Low con la chica que trabajaba allí, y que me gustaba mucho, aunque nunca se lo dije. Escuchamos el disco entero al fondo de la tienda. Sonaba como si lo hubiesen grabado en el espacio exterior, y no habíamos oído jamás unas baterías como ésas y tan subidas en la mezcla, pero nos encajó perfectamente. Incluso la cara b, ambiental e instrumental. Estaba siendo un invierno frío y aquél era el modernismo más fresco. Me sentía preparado. Por razones que todavía no comprendo, pasé cuatro meses a finales de 1976 en completa soledad, al margen de las obligadas interacciones con mi madre y los sábados por la mañana, y algún que otro día suelto trabajando en la fábrica de planchas metálicas con mi padre. Así que cuando Bowie, en «Sound and Vision», canturreaba «Iré cayendo en mi soledad» me llegaba muy adentro. Yo también había estado hundido.
El punk lo cambió todo, y en marzo de 1977 iba con pantalones negros con tirantes y cremalleras, una cazadora de cuero Lewis y unas Dr. Martens de doce agujeros. Había tocado durante un par de años en algunas bandas cutres con nombres
como Social Class Five o Panik (con k, sólo para que sonara germánico). Cuando se publicó “Heroes” apenas diez meses después de Low, en octubre de 1977, nos impactó a los que lo escuchamos con una fuerza extraordinaria. No tanto la canción
que daba título al disco, que me gusta mucho más ahora que entonces, sino la densidad tupida, rica, estratificada y compleja de la producción en temas como «Beauty and the Beast» y, en especial, «Blackout». Además, sonaba muy negro y era tremendamente funky, impulsado por la mejor sección rítmica de Bowie, formada por Dennis Davis, George Murray y Carlos Alomar. Los frippertronics de Robert Fripp flotan en el éter. Hice polvo dos copias de “Heroes” emulando las partes de bajo con mi Fender Jazz de imitación, y la tercera la perdí. Pensaba
para mí y le decía a cualquiera que me dejase soltarle el rollo que así era como debía sonar la música. Aún sigo pensando que es cierto. Los efectos en las técnicas de grabación y producción de “Heroes” se oyen todavía alto y claro en la música actual: por ejemplo, en la increíble «Reflektor» de Arcade Fire, de 2013, que incluye un cameo de Bowie en uno de sus versos.
Las enormes expectativas que rodearon Lodger en mayo de 1979 hicieron que el disco supusiera, por fuerza, una decepción, con demasiados loops, repetitivos y trabajados hasta el exceso, convertidos en canciones y un sonido curiosamente
endeble. Algunos de esos loops funcionaban, como en «Red Sails», un digno homenaje a Neu! También en «Repetition», una canción muy potente sobre la violencia doméstica que funciona por la falta de una intención moralizante directa,
y que Bowie interpreta con un tono monocorde y carente de emoción. Me recuerdo sentado solo, con las piernas cruzadas, en el suelo del piso de mi madre, mirando la imagen distorsionada de Bowie como víctima de un accidente que ocupaba la portada e intentando que el disco me gustase más, buscando la forma de perdonar canciones algo bobas, como «Yassassin», una especie de reggae blanco espantoso (que Bowie sonara siquiera remotamente como Sting era insoportable).
Scary Monsters era otra historia. Para entonces, después de una vergonzosa temporada de dos años en una escuela de restauración de la localidad (mi instituto cerró y lo convirtieron en una oficina de desempleo, la escuela de restauración
estaba en la puerta de al lado: llamadme vago) y del intento fracasado de convertirme en estrella de rock, me quedé en el paro y fui a cursar alguna asignatura al Stevenage Further Education College (digamos que no era exactamente Harvard). No tenía dinero para comprar discos, así que escuchaba la copia de un amigo del sindicato de estudiantes a la hora de comer. Me abrumaba la genialidad reflexiva de «Ashes to Ashes» y de «Teenage Wildlife». Bowie se miraba a sí mismo, sabiendo que todo el mundo lo estaba mirando. Pero recuerdo tener la
clarísima sensación de que una puerta se cerraba. Scary Monsters era sumamente consciente del papel decisivo que había tenido Bowie en cada estadio de desarrollo del punk y el pospunk. Era una especie de metaálbum. Pero había algo triste en él. O tal vez la tristeza era mía. Había comenzado a descubrir otro mundo de placer en las palabras y andaba escribiendo una poesía espantosa. Más o menos un año después, fui a la universidad y las cosas cambiaron. Aprendí a fingir que no
adoraba a Bowie tanto como lo adoraba.

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