Este chilango ama y vive por las matemáticas. Su pasión por ellas lo llevó a enrolarse en el MIT de Boston a los 18 años y, de ahí, a Silicon Valley, la meca de la tecnología, para convertirse en el defeño que elabora las fórmulas más complicadas de Netflix.

Carlos se divertía resolviendo divisiones y multiplicaciones cuando estudiaba en una primaria en la colonia Las Águilas, en el sur de la ciudad. Mientras sus compañeros sufrían las matemáticas, a él se le hacían la parte más divertida de la clase, y del día. Incluso corregía a sus profesores con fórmulas alternativas. Hoy, ese gusto por los números sigue vivo y, de hecho, es su vida.

Ahora es el alquimista digital de Netflix, el tipo que a partir de números y fórmulas indescifrables para ojos comunes determina lo que cualquier persona en el mundo verá en su menú de inicio cada vez que entre a este servicio: algoritmos traducidos en opciones relacionadas con sus gustos y con lo que la comunidad ve con mayor frecuencia.

Pero llegar aquí no fue fácil. Y no porque Carlos no tuviera la capacidad o el talento, sino porque lo que más deseaba era quedarse en el DF. Quería estudiar en la UNAM y tal vez después, sólo tal vez, hacer alguna maestría o especialización en el extranjero.

Sin embargo, a los 18 años recibió lo que para miles de personas en el mundo sólo es un anhelo: la carta de aceptación del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las instituciones más reconocidas en el campo de la ciencia y la investigación.

«Recuerdo haber escondido la carta a mis papás. Estaba muy triste. Después de mucho pensarlo, sabía que no podía dejar pasar esa gran oportunidad».

«Todavía queda mucho por hacer: la televisión como la conocemos cambiará mucho en los próximos años».

Así que se decidió y venció su temor a no encontrar en Estados Unidos la misma emoción que sentía en las calles de Las Águilas o en el barrio de Coyoacán. También temía no tener el mismo entendimiento con estadounidenses que con sus amigos mexicanos.

«Éramos un grupo como de 20 niños que jugábamos con avalancha, fútbol, nos metíamos a casas (risas) y, por las noches, perseguíamos luciérnagas», dice mientras comemos papas fritas con sal, limón y chile en uno de los hoteles más lujosos de Masaryk.

Cuando salimos a caminar al Parque Lincoln, en lo que se conoce como “Polanquito”, a Carlos le sorprende muchísimo lo que se ha avanzado en la ciudad. «Antes era imposible pensar que hubiera tanta gente en bicicleta, ahora las veo por todos lados», comenta mientras tres ejecutivos de traje y corbata esquivan autos al recorrer la calle Emilio Castelar.

Recuerda que, de pequeño, una de sus pasiones era perderse en el mercado de Coyoacán y ver su naturaleza. Pero, dice, eso ya no se puede hacer, pues lo que llama el «espacio vital» de su infancia ya no existe. En cada visita anual al DF reafirma su impresión: «Es imposible moverse de un lado a otro para encontrar un espacio libre».

Pero así como ha cambiado la ciudad, así ha cambiado todo. Y él, por lo menos, está involucradísimo en una de las transformaciones más trascendentales en la vida cotidiana de los últimos 70 años: la manera como se ve televisión. «Todavía queda mucho por hacer: la televisión como la conocemos cambiará mucho en los próximos años».

En corto:

  • Está casado con una lituana, a quien conoció en un bar de Boston, y tiene dos hijos trilingües.
  • Le gusta el fútbol, le va al América.