Luis Felipe caminó por el desierto de Sonora hasta California con un bote de agua y una pequeña mochila a fines del año 2000. En Costa Mesa, población a 45 minutos de Los Ángeles, lo esperaba Erasmo, su hermano. Vivió seis años en la ciudad vecina de Santa Ana con su hermana Adela a unos pasos de la gasolinería Mobil de Edinger Avenue y Main Street. Ocupó una típica casa suburbana estadounidense: blanca, techo de dos aguas, cerca de madera y jardín. Su barrio, aunque netamente latino, está en Orange, uno de los condados con más plusvalía de ese país.

Aquí la vida de los inmigrantes es de jornadas a destajo. «Tengo que regresar para ponerme a trabajar y pagar los “biles”», me había dicho Erasmo en La Tapona al referirse a las cuentas por pagar (en inglés, bills) de su casa en la ciudad de Costa Mesa. Lo que en La Tapona es carencia, en Santa Ana es deuda.

Los medios mexicanos refirieron a Luis como un fanático religioso. Busco datos en varios templos de Santa Ana, como la St. Joseph Church, Light of the World Church e Iglesia Pentecostal Unida Nuevo Amanecer. En ningún caso, pese a que muestro fotografías, sus líderes y empleados nunca lo conocieron.

Sin nivel ni cordón

Esa noche, al llegar a mi motel, el deshabitado Vagabond Inn, veo la silueta de dos personas altas y corpulentas en mi puerta. Son Erasmo y un acompañante.

—¿Qué haces aquí? —pregunta Erasmo.

—¿Vamos a cenar? —reviro para calmarlo.

Me subo al asiento de copiloto de su auto, un Honda vino de medio uso.

—Te noto muy nervioso. No tengas miedo, no te vamos a hacer nada —me dice Erasmo al volante.

Nos dirigimos a un Rubio’s, cadena de comida mexicana a tres kilómetros de la costa. Allí, Erasmo se abre, pese a que hace unos días había sellado el acuerdo con sus hermanos de guardar silencio ante la prensa, para «dejar que sea lo que Dios quiera con Luis Felipe». Sus hermanos Eloy, Hugo, Adela, además de su madre, rehúsan hablar conmigo.

«No dejo de darle vueltas a lo que pasó —dice Erasmo con los ojos llorosos—. Algún día iré al DF a saber qué pasó.»

Del 2000 a la Navidad de 2006, Luis Felipe trabajó en la ciudad de Laguna Beach y el resto del condado de Orange, donde los ilegales ofrecen sus servicios sin riesgo de ser deportados. Ahí, varios paisanos trazan algunas pinceladas de él: fue plomero, albañil, mudancero, jardinero e hizo remodelaciones.

Aunque se respira aire de mar, por Laguna Canyon Road, a mano derecha, veo el letrero: «Day Laborer. Hiring Area.» Cuando no tenía trabajo fijo, Luis Felipe venía a esta apacible plaza entre maples, palmeras y un joshua-tree a convivir con otros desempleados y buscar opciones laborales. Irma Ronses, recepcionista del Laguna Day Workers Center, sabe quién era: «Era muy tranquilo, nunca tuve quejas de él.» Esta mañana de inicios de octubre han llegado muchas personas a pedir trabajo. Voy obteniendo retazos difusos de Luis, pero todos en el mismo tenor: era un buen tipo, trabajador y muy reservado. «No era mariguano, agarraba trabajo por su cuenta y se llevaba más gente (a trabajar) —dice Inocente, un anciano guerrerense que lo conoció—. Se portó muy bien con nosotros.»

—¿Qué más se acuerda de él?

—Me invitaba a sembrar sorgo y maíz con él a Jalisco. Me decía: «Eres un hombre de mucha experiencia.»

—¿Y cómo era como trabajador?

—Una vez se echó una planta de concreto sin usar nivel ni cordón. Así nomás. Muy inteligente. Todavía pienso que no pudo ser él (quien mató a dos personas), porque en su rancho tenía unas vacas, dos o tres tractores para trabajar.

Dominic, estadounidense blanco de más de dos metros que contrató a Luis Felipe y Erasmo, me da rasgos generales de los Hernández Castillo: «Tienen algo especial, tienen integridad y se preocupan mucho por la calidad. En este oficio hay muchas personas que dicen una cosa, pero hacen otra. Ellos trabajan muy bien. Hay quienes no respetan la propiedad ajena, pero ellos estaban interesados en los clientes.»

Una Navidad, más en broma que en serio, Dominic los invitó a una sesión de manicure y pedicure. Algunos salieron corriendo, pero Luis Felipe se sometió gustoso al regalo. «Fueron buenos momentos», añade.

—¿Hoy le darías trabajo? —pregunto a Dominic.

—Tengo que saber qué pasó con él en México.