La ciudad de México celebraba la fiesta cívica más importante del calendario. Los edificios brillaban con luces y adornos; las calles relucían por primera vez en mucho tiempo, aunque en pocas horas volverían a estar llenas de basura. Música, gritos, alcohol, matracas, juegos, antojitos, militares desfilando y miles de personas congregadas en el centro de la ciudad formaban el escenario de un ritual muy antiguo que con el tiempo había cambiado de nombre.


El 14 de septiembre de 1810 la ciudad festejaba la llegada a México del nuevo Virrey Francisco Javier Venegas
, que parecía terminar con una serie de rumores e inquietudes que circulaban desde hacía unos años en la Nueva España. La tensión ya antigua entre los peninsulares que gobernaban esta parte del Imperio y sus hijos criollos se había intensificado, luego de que Napoleón apresó a la familia real española en 1808 y puso como rey de ese enorme imperio a su hermano José. Los criollos pensaban que era el momento para que la Nueva España se convirtiera en una nación independiente gobernada por ellos. Varios miembros del Ayuntamiento de la ciudad de México, como Francisco Primo de Verdad, Melchor de Talamantes y Francisco Azcárate y Lezama, propusieron al anterior Virrey José de Iturrigaray que se formara una Junta de Gobierno para conducir los destinos del país mientras los españoles echaban a los franceses de su territorio. Los peninsulares que vivían en México se alarmaron ante la posibilidad de que, en medio de la crisis política provocada por Napoleón, la Nueva España se separara del Imperio. Organizaron una sublevación que quitó a Iturrigaray del mando, mientras los criollos independentistas terminaron en la cárcel o fueron asesinados. Con la llegada del nuevo Virrey Venegas parecía que los proyectos separatistas habían terminado y que la Nueva España permanecería unida a su metrópoli por siempre. Dos días después, en un pequeño pueblo del Bajío, la historia de México daría un giro brutal.

Cien años después, Porfirio Díaz tocaba la campana ubicada en la parte más alta de Palacio Nacional
y cientos de invitados de los países más importantes del planeta se maravillaban con los edificios coloniales y las nuevas construcciones de inspiración francesa. Era 15 de septiembre, y festejaban el Centenario del inicio de la guerra de Independencia. En medio de los festejos, el país volvía a inquietarse. Con 80 años de edad, el presidente Díaz no duraría mucho tiempo en el poder y no estaba claro quién podría sustituirlo, si los viejos militares que habían peleado junto a Don Porfirio durante la invasión francesa entre 1864 y 1867, o un nuevo grupo de políticos que habían saneado las finanzas nacionales y habían conseguido que México volviera a tener acceso a las líneas internacionales de crédito. Aunque gracias a ellos el mundo financiero volvía a tener confianza en el país, este segundo bando, conocido como «Los científicos», eran vistos con recelo por los militares. Mientras tanto, en el norte del país un hacendado llamado Francisco I. Madero enardecía a la población: tras haber resultado electo para presidente en las primeras votaciones democráticas en 30 años, Porfirio Díaz había desconocido la elección y lo había encarcelado en San Luis Potosí. El don Porfirio que festejaba el Centenario se negaba a dejar el poder; en el país estaba por comenzar una cruenta guerra civil que terminaría con el exilio de Díaz, menos de un año después.

La ciudad de México festejaba a sus gobernantes Venegas y Díaz, sin saber que en cuestión de meses ese país que habían conocido sufriría un cambio irreparable.