La historia de Julieta y Julián, contada por su hija Elsa Portilla

Siempre me ha fascinado la historia de cómo se conocieron mis papás. No soy muy fan del romanticismo cliché y muy probablemente sea porque no vengo de una historia romántica común. Pero a mí me gusta, y me encantaba que mi mamá me la contara una y otra vez.

A principios de 1983, el primo de mi mamá se casó con la hermana de mi papá. Una boda normal, supongo, no tengo muchos detalles. Pero el novio le dijo a mi papá: “Mano, fíjate en mis primas, las Hernández”.

Cuatro hermanas, dos casadas, dos solteras. Y mi papá se fijó en una chaparrita, güera y risueña que se carcajeaba a la menor provocación. Era Laurita, a quien a la fecha aún es fácil hacer reír y reírte con ella.

Pasó un año, mis tíos estaban felizmente casados e invitaban a mi papá a los eventos sociales. Quizá porque no tenía nada mejor que hacer o quizá porque quería ver a las hermanas Hernández –o tal vez sólo a una–, pero él siempre iba. Todo cambió cuando la mamá de mi tío celebró sus 75 años a lo grande, en un jardín de la Campestre, en una de esas casas que ya no existen, porque ya no las hacen como antes.

Mi papá estaba tranquilamente con un grupo de jóvenes que platicaban de deportes, mujeres, historias, de lo que sea. Pero a mi papá nunca le ha gustado ser el centro de atención. Prefiere estar ecuánime y tranquilo, escuchando y observando.

Mi mamá platicaba con un señor, amigo de la familia, sobre psicología. Acababa de terminar su segunda carrera en la Universidad Iberoamericana (se tardó en graduarse porque fue de la generación que vio derrumbada la escuela en un temblor antes del 85). Después de un rato, el señor le dijo: “¿Por qué no vas a bailar con alguien joven, en lugar de estar aquí conmigo?”.

Mi mamá aceptó el reto y se acercó a mi papá. Lo invitó a bailar. Creo que es la única vez que bailaron juntos porque mi papá tiene dos pies izquierdos, pero ese día aceptó la invitación de Julieta, la otra hermana Hernández. No sé de qué hablaron, nunca me lo dijeron, pero acabó la fiesta y se despidieron.

Mi papá consiguió el teléfono de la casa de las Hernández. Aquí es donde había más discordias. Cada quien me contaba cosas distintas. Lo que es cierto es que durante unos meses mi papá buscó a mi mamá para invitarla a salir. Él dice que ella se estaba haciendo la difícil. Ella dice que era mala suerte. Sólo ellos sabrán.

Para diciembre, mi papá se dio una última oportunidad. Era sábado 4 de diciembre (la fecha es importante). Mi mamá contestó y mi papá la invitó a salir. Ella aceptó, pero mencionó que el lunes cumplía años. Mi papá pasó por ella y la llevó a comer, pero en lugar de ir a cualquier restaurante, la llevó a un restaurante japonés en Perisur, el Miyako. Aún vamos ahí a veces. Mis papás tenían 33, bueno, casi. Ambos solteros, sin compromisos. Dicen que ese día se contaron la historia de sus vidas y sus aspiraciones a futuro. Comieron rico y ahí se terminó ese día.

El lunes 6 de diciembre mi mamá celebró su cumpleaños con amigos y familia. En la noche, estaba platicando con mi tía Laura y decidió que le iba a marcar a Julián.

Mi papá contestó la llamada y mi mamá le dijo:

–Julián, ¿te quieres casar conmigo?

Déjame consultarlo con la almohada. Te veo mañana.

Mi mamá decía que pensó que ahí se iba a quedar la historia. Sólo se había dado la libertad de preguntarlo porque era su cumpleaños. Solía decir que no hay peor lucha que la que no se hace. Mi papá dice que se fue directo a su cama y que durmió perfecto toda la noche.

El 7 de diciembre en la tarde, mi papá se apareció en Cerro del Chinaco, en la casa que construyó mi abuelo y donde aún nos reunimos para las fiestas importantes. Traía una pequeña cruz de oro y una cadena. Saludó a mi mamá, le entregó la cadena y le dijo:

–Ante Dios, estamos casados.

El 4 de agosto de 1984 se casaron en la misma iglesia donde un año y medio más tarde me bautizaron. Le llevaron la contra a las estadísticas y a la familia que dijo que no era posible que fueran a durar, porque no se conocían.

Pasaron 28 años juntos. No voy a decir que felizmente casados, pues tuvieron buenas épocas y estuvieron juntos en las buenas, en las malas y en las muy malas, hasta el 24 de julio de 2012, cuando mi mamá perdió una batalla campal contra una neumonía que nos tomó por sorpresa a todos.

Me gusta su historia y me gusta contarla. Así fue como se enamoraron Julián y Julieta. Por suerte, mi nombre no empieza con J.