Podríamosencontrar una hermosísima mesa tipo Luis XVI, producto del diseño y las másfinas maderas del criollismo mexicano, junto a una cabeza de plástico sucia,inservible, que antes era el cerrojo de una alcancía del Rey León.

Podríamosencontrar en una misma mesa teléfonos celulares de primera generación,estatuillas atemporales del Quijote, volúmenes varios de la Sección Amarillay zapatillas de ballet que datan delsiglo pasado.

Podríamosencontrar una cajonera sucia o la agenda personal de Pedro Armendáriz, casicualquier cosa…

Porqueasí es el mercado de lo usado, de lo sabrosamente viejo, en nuestra queridaciudad: puede desatar hallazgos extraordinarios aunados con la sorpresa de lojocoso, lo horrible, lo deprimente y todas las anteriores. Hay demasiadosobjetos, demasiada variedad; es como si en la memoria colectiva del mexicano seolvidara que, por sentido común, no vale la pena guardar y proteger cualquierpertenencia.

Peroasí son las cosas. Es como si estuviéramos en tiempos de guerra (¿"como"?),cuando se congela todo el alimento y el muñeco de trapo horrendo con el quesalió corriendo el niño de la casa se convierte en el símbolo de toda suinfancia.

Quizá sólo sea que no hemos encontrado la paz y no tenemos un ver para adelante.