Hace cerca de dos años, Jimena, adolescente de 14 años, pasó junto al cuarto de la televisión de su casa. Ahí estaba Omar, su hermano, de 25. Sin hacer ruido para no ser descubierta, atestiguó cómo tapaba su fosa nasal derecha, mientras con la otra mano sostenía el frasco de nitrito junto a la nariz. Al terminar, escondió el envase en el librero, atrás de una enciclopedia.

Días después, Jimena llevó ese popper a Diego, su novio. «Es lo que te platiqué.» Al inhalarlo los invadió un relajamiento general. Como el efecto sólo duró cinco minutos, volvieron a hacerlo.

Por internet supieron que el gran “mall” de poppers capitalino es Tepito. Cada vez que lo necesitan, van y lo compran.

En cuanto Diego Martínez se sienta en el Sanborns de los Azulejos pide al mesero un jugo de naranja con fresa y una orden de papas a la francesa. De 15 años de edad, aún tiene los modos de un niño.

—¿Qué se siente inhalar?

—Como si flotaras. En Tepito no piden identificación, es muy fácil conseguirlos — me cuenta, estrujando el bote de catsup.

Alumno de la Prepa 4, Diego calcula que inhala dos veces al día. «Mi novia me inició, pero para nosotros —aclara con una seguridad excesiva para su edad— no tiene implicaciones sexuales.»

—¿Cuándo consumes?

—Si estoy tenso por tareas o exámenes, o porque me gana la tentación.

Una mañana de hace unos meses, decidieron matar clase de Álgebra en el centro de Coyoacán. «Te tengo una sorpresita», le dijo Jimena sacando el frasquito de popper. En ese instante, un policía se acercó.

—¿Qué es eso? —preguntó el oficial.

Diego intentó parecer tranquilo. Tomó el frasco y se lo mostró.

—Solvente de óleo, para el taller de artes plásticas.

«No se la creyó —recuerda Diego— y nos pidió dinero para no llevarnos a la delegación.» El agente se dio la media vuelta pero ya con 200 pesos en el bolsillo.

—¿Y luego?

—Le dimos el jalón, disimuladamente…