Me imagino que los habitantes de Satélite suelen mirar a su alrededor y después concluir: «Modestia aparte somos el McAllen de por aquí». Se sienten orgullosos de su terruño de esa mini ciudad creada por el presidente Miguel Alemán, con la manda que caracterizó su sexenio: Seguir el sueño americano. Como quien dice vivir como gringos, ¡A sólo unos minutos de la Ciudad de México! Con su pista de hielo, su autocinema, su Burgerboy, cuando todavía no existían los McDonald´s y el primer “mall” de la ciudad.

En una urbe que desde la conquista ha crecido sin la menor planeación y bajo el mexicanismo concepto del “ahí se va”, el proyecto de Ciudad Satélite es casi contranatura: fue planeado. En 1958 se fraccionaron los terrenos colindantes con el DF pero ubicados en el Estado de México. El chiste, además del multimillonario negocio era hacer realidad el sueño urbano de la clase media. Los mexican baby boomers habían surgido y reclamaban su espacio. Todo sería más moderno, confortable, en una palabra “bonito”, como en Estados Unidos. Lo mismo pero más barato y sobretodo más cerca. Tan lejos de Dios pero tan cerca de las hamburguesas.

Así, como si de una profecía azteca se tratara, familias enteras decidieron colonizar a módicos pagos la ex Hacienda del Pirul. Las torres construidas por Luis Barragán y Mathias Goeritz eran la señal de que se había llegado a la tierra prometida. Éstas además, representaban al Banco Internacional Hipotecario, promotor del fraccionamiento. También se tuvo la intención de que sirvieran como depósitos de agua. Gigantescos tinacos asegurarían a los recién llegados nunca carecer del vital líquido. El verdadero oasis en las afueras de la capital.

¿Se van a vivir a satélite? ¿Hasta allá? Preguntaban incrédulos los conocidos. Entre envidiosos y sorprendidos, les deseaban suerte a aquellos pioneros que montaban a su familia en una camioneta para seguir al camión de mudanzas a su destino final.