No es común que acepte una entrevista de más de una hora, con las grabadoras al frente y las cámaras fotográficas en acción. Esta tarde es alguien distinto al fiero personaje intolerante a los periodistas, o al iracundo jugador que en algunos encuentros participa en batallas campales, o al que acusan de golpear a un mexicano en Houston, o al que demandó a su ex esposa por violencia domestica. Este Cuauhtémoc luce sosegado y amable. Lleva camisa blanca, pantalón de mezclilla, tenis blancos y ánimo suficiente para responder sin objeciones un largo cuestionario.

Las paredes de su restaurante Sport Forum, en Insurgentes Sur y Río Mixcoac, lo multiplican en caricaturas, en fotos en monumentos acrílicos. Al frente, sobre la mesa, una botella de agua natural y una escultura suya haciendo la “Cuauhtémoc-señal”.

Otras mesas están llenas de admiradores que al final se toman la foto con él y se llevan su autógrafo. De buen humor firma balones, libretas, fotos, camisetas del América. Así justifica durante la entrevista, casi repitiendo una celebre cita de Cicerón, que seguramente aprendió en algún periódico: «Soy de los que piensan que entre más arriba estés, más humilde debes ser, porque esto es como la rueda de la fortuna: a veces estás arriba y a veces estás abajo.»

Abajo…

De un momento a otro esa rueda comenzó a descender. No habíamos venido a hablar exclusivamente de eso, pero la pregunta es obligada:

—¿Cómo tomaste la noticia de que no irías al Mundial de 2006?

—Me dio coraje porque sabía que era mi último mundial.

—¿Pues cuánto tiempo más seguirás jugando?

—Hasta que las piernitas aguanten. Unos dos o tres años.

Ha calificado a liguillas, ha disputado finales, ha metido goles con la zurda, con la derecha, con la cabeza. Se ha burlado de los contrarios, con y sin pelota. Ha sido feliz y ha hecho felices a los aficionados. Los americanistas lo adoran. Lo detestan los antiamericanistas. En la cancha tiene el respeto de la comunidad futbolera. Y ha ganado aplausos, popularidad y dinero, mucho dinero.

La fecha 17 de enero de 1973 aparecerá en las efemérides como el nacimiento de uno de los futbolista más talentosos que ha surgido de los campos nacionales. Un genio que improvisaba sobre la partitura conocida. A su destreza con los pies, agregó su visión periférica de la cancha, su capacidad para leer los partidos, su visión para imaginar jugadas antes de ejecutarlas, su certeza para colocar goles sin ser propiamente un centro delantero y la complicidad con los atacantes para vencer a los contrarios. Ha ido a dos mundiales (Francia 1998 y Corea-Japón 2002), a Juegos Olímpicos (Atlanta 1996), a Panamericanos (Mar del Plata). Fue Campeón y Campeón goleador con el América y con la selección mexicana en las Copas Confederaciones y de Oro.

Sin embargo —burlas sobre su joroba van y vienen— este titán esta encorvado.

Y es de suponerse que la contra hechura es psicológica, pues cada vez que mete gol, su cuerpo recupera el porte: alza el cuello y reta a la multitud como si fuera coreografía. Por unos instantes tiene paso de torero, pero en cuanto el balón nuevamente es puesto en juego, vuelve a su postura de toro de lidia. No hay otra forma de explicar que al final de su carrera su leyenda no tenga la brillantez que tuvo en la cancha Hugo Sánchez.

Porque en sus momentos de esplendor, antes de que el defensa trinitario Ancil Elcock, le destrozara una rodilla en un partido de la selección el 8 de octubre de 2000 en el Estadio Azteca, Cuauhtémoc podía convertir: «la superficie de un pañuelo en un latifundio», como expresaría el poeta brasileño del fútbol Armando Nogueira.

Aún así, sigue perteneciendo a esta clase de superdotados que oscila entre lo sublime y lo grotesco. Por la tarde puede conseguir un gol de fantasía y en la misma noche complicarse la vida peleando en alguna disco.

Su rostro no muestra contrariedad al escuchar la pregunta:

—¿Te consideras buena persona?

—Sí, soy buena persona… pero tengo mi carácter.

Y justo por ese carácter, dice, es que: «he podido ser un ganador en el fútbol.» En el campo nadie regala nada. Para detenerlo, los defensores no se tientan el corazón. Y son más de diez los que le han prometido romperle una pierna si vuelve a pasarles la pelota entre los pies, si los vuelve a driblar, si les mete otro gol o si les aplica la cuauhtemiña.

En realidad, él no vive el fútbol: lo sobrevive. No sale a la cancha a entablar relaciones diplomáticas o a ser amigo de los rivales: sale a ganar. La cancha, como el barrio , también es una selva: sólo los más fuertes o los más hábiles siguen respirando.

Y aunque la vida lo ha refinado, no oculta que es barrio. Y barrio bravo, porque tanto en la Unidad Tlatilco como en Tepito, donde también vivió, aprendió que en la vida muchas veces hay que resolver diferencias a puñetazos.