Se dice que detrás del crimen organizado hay una deidad oculta. ¿Será?

Amarraron a L en la parte trasera del coche. Fue breve: dos abordaron su Pointer blanco, y de inmediato tenía la boca cubierta y los ojos vendados. La duración, inestable: igual podía llevar diez minutos que dos horas. El tiempo no importaba: L sabía que su trayecto sin destino fijo sólo podía medirse en los términos de dos palabras: secuestro express. Para cuando aquello terminó, había sido lo de siempre: no chistar, brindar las llaves y los NIPs a discreción, más un elemento que le inquietaba: los secuestradores habían prospectado una negociación que después tendrían con alguien llamado “La Niña”.

– «No le miento: será difícil encontrar su auto. » – En el MP no dieron esperanzas. – «¿Le robaron otra cosa de valor? ». Sí, el celular. Desapareció también una pulsera de plata, y un zapato, que seguramente se perdió en el forcejeo. Era todo. – «¿Algún otro detalle que ayude a dar con ellos? ». L refirió lo de “La Niña”, y sugirió que quizá ése sería el nombre del jefe de la banda. El hombre que le tomaba declaración mutó su gesto de indiferencia agachada a un sobresalto patente. –«Entonces Manrique podrá ayudarle. Es especialista en los casos de “La Niña”».

El tráfico en Cuauhtémoc se dispersaba cuando la patrulla de la PGR, tripulada por Manrique y L, surcaba el tránsito en dirección a Viaducto. Manrique era de pocas palabras, pero la curiosidad de L había estallado después de la reacción que el hombre del MP tuvo al escuchar sobre “La Niña”. «Es uno de sus nombres… también le dicen “Flaca”, “Bonita”, “Señora”, “Comadre”… los fieles de la Santa Muerte siempre la tratan con gran cariño.» La columna de L se congeló: ¿la Santa Muerte, esa religión de matones y narcos estaba detrás del robo de su auto? «Tranquila: muchos narcos son fieles de “La Flaca”, pero también mucha gente normal lo es. En realidad, se le rinde culto a la Santa Muerte para estar en paz con ella y tener un final tranquilo. Se le ponen altares con bebida y tabaco, y casi todos sus nichos están en la calle, porque es un culto de la gente, sin reconocimiento. Pero vincularla sólo con criminales es una exageración…»

Estacionaron la patrulla en una calle de la Buenos Aires. Manrique se detuvo a preguntar algo sobre el Pointer blanco en algún dudoso taller. L quedó en el marco de la puerta. A unos diez metros, en la esquina de la calle, había un altar extraño. No era azul celeste, como el de la Virgen de Guadalupe. Era blanco, negro y rojo. En el centro había una figura humana, con manto y guadaña. Su rostro era esquelético: La Santa Muerte, en cuya aura se dejaban ver muchas de las ofrendas que sus fieles dejaban. Prendas, botellas, pequeños tesoros a la salud de “La Comadre”. Perdido en el limbo de la fe, un objeto saltó a la vista de L, y los ojos se le nublaron un poco: entre dos objetos roídos por el tiempo, estaba colgado un zapato negro de tacón alto. Como el que L había perdido en el forcejeo después del cual robaron su auto, seguramente, a la salud de la mismísima Muerte.