Javier vivía lejos por algún puesto diplomático. Veía a su único hijo cada verano, algunas horas nada más porque el trabajo le exigía mucho. El niño se la pasaba en campamentos de verano, que aborrecía.
Después de diez años, un enero exactamente, decidió por regresar a su país de origen. Comenzó una relación tardía pero fructífera con su hijo, que un día le preguntó: “Oye, ¿y por qué te regresaste?”.
El lo miró fijamente y le dijo: “Mira, hijo, un adolescente como tú tiene que odiar a sus papás. Tú nunca te hubieras podido pelear conmigo si no hubiera regresado, no hubieras crecido nunca, y por eso vine”.
El hijo, conmovido, empezó a pelearse con él en ese minuto. Después entendería la hazaña del padre.