Se dice que la epidemia fue un teatro armado por el propio gobierno.

Los tapabocas escacearon en menos de 24 horas. El jueves 23 de abril la noticia era que se había detectado influenza en el DF. Para la mañana del 24 la ciudad estaba paralizada. El brote era atípico: gripe porcina, altamente contagiosa y, en algunos casos, mortal. Incurable. El fin de semana fue desolador: calles desiertas, escuelas, museos y bares cerrados. Para el 27 de abril los restaurantes también paraban labores; se pronosticaba una pérdida del 70% en establecimientos comerciales. El virus H1N1 se desperdigó: México pasó a emergencia sanitaria grado 4 (de 6). Estados Unidos, España, Alemania, Chile, Rusia, Israel, Nueva Zelanda, Canadá, Australia, Hong Kong: la enfermedad corrió, pero sólo en México se confirmaron muertos por el virus. Los noticieros se dedicaron casi por completo a la noticia. La gente dejó de saludarse de beso, dejó el apretón de manos.

El peligro era evidente, aunque no tanto. No tardaron en aparecer las teorías de conspiración y las leyendas urbanas. La primera: que el virus se contrae al comer ganado porcino. Muchos gobiernos cerraron sus fronteras a la carne de este tipo. Nada más errado: a pesar de que ese es el nombre de la enfermedad, nada tiene que ver con la comida. Como toda clase de gripe, se transmite a través de las mucosas.

Sin embargo, ese fue el mito urbano leve. No tardaron en circular mails con información confidencial, de algún infiltrado en el gobierno estadounidense o mexicano: la enfermedad no sólo no es casual, sino que fue fabricada en siniestros laboratorios de algún gobierno; es una mutación del SARS que asoló a Asia en 2005. La teoría tiene toda lógica: ¿de qué manera se puede lograr que la población civil renuncie a sus derechos civiles sin chistar? Sólo hay dos formas: con una guerra y con una enferemedad grave. Si el gobierno mexicano quisiera hacer de las suyas sin que la sociedad se enterara, lo más fácil sería provocar un pánico del tipo “influenza por doquier”. La gente dejaría de salir a la calle, dejaría de hablar de otro tema, igual que los noticieros (todos, por supuesto, coludidos). De ahí en adelante, la conspiración es bastante evidente: el senado sesiona a puertas cerradas y, entre el 24 y el 30 de abril, aprueba por lo menos dos cosas que no han recibido atención mediática suficiente: la legalización de posesión de ciertas drogas (marihuana y coca incluidas) y la creación de un cuerpo de policía federal capaz de andar por la calle sin uniforme, de intervenir llamadas, de arrestar a sospechosos a discresión, una GESTAPO azteca. El complot es evidente: el gobierno necesitaba distraernos. Esto no es más que un Chupacabras viral.

Y sí, bueno, esta teoría podría tener sentido en muchos mundos, salvo porque hay muertos de por medio, porque los partidos políticos actuaron juntos en la prevención de la crisis sanitaria, y por un detalle ínfimo: la enfermedad se desperdigó por el mundo. Y salvo que el gobierno español esté interesado en solapar al gobierno mexicano, la teoría de la conspiración suena muy disparatada. Los defensores de la teoría dirán que no; que todo este asunto es mundial, que el capitalismo, Kissinger y las farmacéuticas, que se van a enriquecer como nunca (lo cual, hay que admitir, es cierto). Incluso en España se replicó la teoría de la conspiración: el gobierno allá (dicen) propaga el virus como si fuera pesticida, en aviones de guerra… que, según las teorías de complot más elocuentes, iban flanqueados por OVNI’s. Vaya uno a saber…