Entre el primer filme stag –nombre de los primeros intentos porno– y el tsunami de imágenes sexuales que circulan y acechan en internet hay sólo un parpadeo. ¿Quién hubiera podido imaginar a finales del siglo XIX que dos de los inventos más inquietantes del momento, el cinematógrafo y el teléfono (vinculados con el empresario e inventor Thomas Edison), evolucionarían en menos de 100 años y se enredarían en un extraño amasiato que cambiaría profunda y decisivamente el mundo?

Casi de repente, el teléfono móvil se transformó al mismo tiempo en proyector, cámara y canal personal de distribución de imágenes fílmicas. Y así como entre los pioneros del cine había pornógrafos incipientes con un espíritu desparpajado, gozador, desafiante y casi suicida que los hacía correr grandes riesgos filmando y proyectando escenas sexuales explícitas (cuando mostrar una rodilla se consideraba muy osado), hoy el exhibicionismo de muchos cibernautas los lleva a tomarse fotos y videos sin ropa o en situaciones sexuales (solos o acompañados) para postear en internet o compartirlas como archivos digitales.

Estos autorretratos se conocen como selfies porno y son emblemáticos de la pornocultura del siglo XXI. Son íntimos y hechos para compartirse, quizá buscando reconocimiento, provocación, simpatía o seducción. El selfie tiene dos elementos: el archivo en sí y la publicación o distribución del mismo. El selfie es una visión efímera,pero una vez posteado se vuelve imperecedero, huidizo y casi imposible de eliminar. A veces, los involucrados en un video acuerdan globalizar su exhibicionismo, pero es común que alguien sienta remordimientos por haberse expuesto comprometedoramente y que le preocupe que esas imágenes regresen a destruir su posición social.

Cada vez más gente disfruta de producir y usar su propia pornografía –a nadie sorprende que, a menudo, sean menores de edad–. Una característica de una sociedad pornocultural es el sexo como experiencia esencialmente visual: las imágenes, en cierta forma, certifican el acto en cuanto ideales corporales y comportamiento. Incluso pueden ser más legibles y excitantes que el cuerpo dispuesto de una pareja. Para muchos, el sexo sin cámara que lo registre no es apetecible o no parece muy real. Consensuales o no, estas imágenes de actos circulan en redes sociales, donde sitios tube y páginas porno las copian fácilmente.

La era digital prometía ser la edad de oro de la pornografía: distribución sin censura de imágenes sexuales para todos los gustos, universal e inmediata, a bajo costo y con altas ganancias. Pero las características de internet despedazaron el modelo, los productores legítimos contendieron con la competencia desleal de piratas, hackers y pornógrafos amateur que producían contenido y lo regalaban. Y en vez de crecer sin límite, la industria porno empezó a encogerse y a colapsar. Los cibernautas que no quieren pagar por ella, en especial quienes la han convertido en expresión participativa, se han apropiado de la pornografía, que solía implicar riesgos sociales y altos costos.

El selfie porno puede ser un acto de atrevimiento, evidencia de una conquista o una prueba de amor; o un acto irreflexivo e irresponsable, hecho en el calor del momento sin considerar las consecuencias. Pero así como puede representar valor, orgullo o control de la propia imagen, también puede convertirse en instrumento de chantaje, extorsión, humillación o destrucción moral en manos extrañas. El caso más común es el de un hombre que se siente abandonado, traicionado u ofendido al romper con su pareja (en general, las víctimas son mujeres), por lo que se venga haciendo públicas las imágenes comprometedoras o humillantes que tomó en tiempos más felices. Se le llama pornovenganza o revenge porn, arma de destrucción masiva en la red que, en pocos años, ha provocado suicidios, homicidios, ha destruido reputaciones, carreras, relaciones y familias. Son la peor pesadilla de los defensores de la pornografía: sin importar el contenido, representan una agresión brutal que cuenta con la complicidad de otros que explotan la oportunidad para ridiculizar y atacar a alguien que la mayoría de las veces desconocen.

Si se critica la objetificación que hace la pornografía de los cuerpos humanos, en especial femeninos, la pornovenganza hace una personalización compulsiva y cruel: le pone nombre, dirección y teléfono a los protagonistas para convertirlos en blanco de ataques prejuiciosos.

El acto sexual pasa a segundo plano al convertir a cualquiera en involuntaria(o) estrella porno. No es el territorio de la excitación y la sorpresa sexual que ofrece la pornografía, sino de un linchamiento moralizante perpetrado por una turba hipócrita y ansiosa por interactuar en la humillación.