Mientras escribo esto aún faltan algunos escritores y músicos mexicanos de enterarse que murió Eusebio Ruvalcaba. Ya verán, primero sentirán un ligero shock, pero poco a poco van a acordarse de cuando leían sus columnas de música en La Mosca en la Pared o en El Financiero o en Nexos o en donde lo dejaran; de cuando no podían contener la risa a la mitad de alguna novela o cuento ruvalcabiano.

A medida que pasen los días y las semanas, empezarán a sentir ese vacío que se hace en la Tierra cuando se va alguien que sí supo jugar. ¿Quién nos va a recordar públicamente que es preferible fajar que estudiar, que ser esnob es para los irrelevantes, que para contarnos entre los vivos necesitamos sentarnos a oír un buen disco de principio a fin, que uno no puede ir por el mundo sin amar rabiosamente la música, el cine, el sexo, el mezcal, el pulque, las nalgas de los demás?

Hijo del violinista Higinio Ruvalcaba y padre de cuatro hijos, entre ellos el escritor Alonso Ruvalcaba —quien, desde sus columnas en los periódicos y revistas como Chilango, añade la buena comida a esa lista de cosas para amar sin tregua—, Eusebio fue poeta, ensayista, columnista, dramaturgo, novelista y cuentista, pero sobre todo, un tipo generoso, interesado en todo lo que no estaba de moda, como la música de cámara, los escritores rusos y los escritores jóvenes, los desconocidos que asistían a su taller y que, a veces, publicaba en el periódico nomás porque lo habían sabido conmover.

Hay que leer Un hilito de sangre, donde Eusebio hace magistral uso de su don para retratar la oralidad transfigurada del adolescente, ese único momento en que el ser humano se da permiso de no tomarse tan en serio aunque sufre a mares por sus pequeñas desgracias.

Hay que ver la película que hizo Neumeier basada en esta novela, donde un Diego Luna aún gordito deja la niñez después de un entrañable viaje iniciático.

Hay que leer su blog, donde lo mismo se encuentra dolor que dulzura y “aforismos infernales” acompañada de testamentos tempranos —en las entradas “A mis 61” y “A mis 62”— y sesudas consideraciones sobre Schumann, Rachmaninov, George Harrison, John Lennon y Agustín Lara.

Hay que leer sus cuentos, sus libros de poesía, pero sobre todo, afinar el oído para escuchar su voz —que en mi mente siempre es ronca y profunda, como la de cualquier fan del mezcal— presente en todo lo que escribía.

Murió un tipo que no se dejó amarrar las manos por nadie, ni de chiquito ni de grande, que sin hacer tanta alharaca dejó el mundo mejor de lo que lo encontró, alguien que hizo de esta realidad algo un poco menos deleznable. Ya con eso.

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