En un lugar del Valle del Mezquital, cuyo nombre es Boxtha Chico, no hace mucho tiempo que vivía un académico con una misión: asegurar la permanencia de la lengua otomí a través de la literatura. El Quijote y El Principito en otomí son dos de sus más grandes logros. 

El profesor Raymundo Isidro Alavez ahora vive en la Ciudad de México. Emigró a la gran capital para formarse como sociólogo, pero regresó al municipio de San Salvador –donde nació– con regalos: obras de la literatura mexicana y universal traducidas al hñähñú, la variante del otomí hablada en Hidalgo. 

La elección de los títulos ha sido fortuita —algunos por decisión propia; otros, por encargo—, pero el proyecto es suyo. Lo hizo personal desde que tradujo La visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla. No fue casualidad que su primer libro traducido cuente la historia de la valentía de su pueblo, al ser el primero en enfrentarse a los españoles en la Conquista. Su intención era reconocerse a sí mismo en la historia de los otomíes y contagiar a los suyos del orgullo por su origen y su lengua.

Después trabajó en Aura, de Carlos Fuentes, como un ejercicio para construir palabras urbanas que no existían en el hñähñú. Por ejemplo: sofá. El siguiente fue El llano en llamas, un reto menos demandante por el lenguaje «ágil, rural y entendible» de Juan Rulfo. Luego le subió dos rayitas al grado de dificultad y se aventó los poemas “Hermandad” y “Viento, agua y piedra” de Octavio Paz –publicados en el volumen 2 de Paisaje de ecos (Artes de México, 2015).

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La artesanía del traductor de El Principito en otomí

«Un traductor no puede traducir poesía si no es, también, poeta», cuenta. «Para traducir un poema es necesario entender al autor, sentir como él, pensar como él. Solo así se pueden construir palabras que, aunque de manera literal no signifiquen lo mismo, sí transmitan el mismo mensaje». Por eso, cuando se le encargó traducir El principito en otomí, para conmemorar los 70 años de la muerte de Antoine de Saint-Exupéry en 2014, primero leyó y releyó la obra en francés, luego estudió diversas traducciones al español, y después se adentró en otras publicaciones del autor. «Ya sabiendo cómo piensa el escritor, pude encontrarle el sentido a la obra, porque traducir es construir palabras, no solo usar diccionarios».

El título en hñähñú de El principito en otomí es Ra Zi Ts’unt’t Dängandä porque en la cultura otomí no existe el concepto de príncipe –no se necesita. Entonces Raymundo usó la palabra Dängandä, ocupada para referirse a una «persona de mayor importancia», y Ts’unt’t que significa niño –solo en género masculino. Entonces, El principito en otomí se tradujo como El muchachito gran jefe. Hasta ahora va en dos ediciones (2012 y 2017) y es uno de sus dos más grandes orgullos. El otro es El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha.

El capítulo 72 de la novela fue un encargo del Museo Cervantino del Toboso para El Quijote políglota, edición conmemorativa del IV centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, en 2016. No fue tarea fácil. A la par, tradujo los dos primeros capítulos para El Quijote para niños, publicado en México en el mismo año. Este representó para Raymundo un trabajo aún más profundo, pues además de «crear palabras modernas que expresaran a las viejas», tuvo la compleja tarea de encontrar un tono adecuado para niños y jóvenes.

Cada vez que Raymundo termina el primer borrador, lo pone a prueba. Se lo da a leer a distintos hablantes del hñähñú para asegurarse de que el texto se entiende y tiene sentido. «Puedo tardarme semanas en una sola página», dice. «A veces no tengo el ánimo y así no me sale. Me gusta mucho el otomí, le encuentro mucho ritmo, así que también me importa que el resultado no solo diga lo que debe, sino que se escuche bien, armónico». El tiempo no importa tanto como el detalle; después de todo, traducir es una artesanía muy fina.

El Principito en otomí

Foto: Édgar Durán

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La lucha contra la discriminación

Resguardar y honrar su lengua originaria. Esa es su motivación. Eliminar la discriminación de los otomíes es su deseo más profundo. Su activismo es cultural. Quiere cambiar la mentalidad de su comunidad porque sabe que «la única manera de que no nos excluyan es que nos sintamos orgullosos de quienes somos».

El problema al que Raymundo se enfrenta se llama vergüenza. «Cuando yo era niño, escuchaba a mi mamá cantarme y hablar con mi papá en hñähñú, pero a mí y a mis hermanos nos hablaban en español», recuerda. «En aquellos años estaba casi prohibido enseñarle la lengua a los niños». Entonces aprendió con el mejor recurso: hablando.

Hasta que llegó a la FES Acatlán profesionalizó sus estudios del otomí y ahora, como profesor en el Centro de Enseñanza de Idiomas, tiene un espacio que le permite influenciar a los jóvenes que aún se sienten inseguros de su identidad.

En México hay entre 350 y 400 mil personas que hablan alguna de las seis variantes del otomí. Entre tantas, Raymundo Isidro Alavez es la única persona que ha traducido y publicado obras literarias al hñähñú. Seguirá. Pronto terminará la traducción de Árbol adentro de Octavio Paz y publicará su primer libro, una colección de poemas de su autoría que hacen que se le quiebre la voz cuando los recita.  

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