Uno tiene que ser observador para encontrar este joya en la saturada avenida Universidad. La entrada de un edificio habitacional nos lleva a las escaleras que conducen hacia el restaurante. Lo primero que salta a la vista es la decoración modesta y el color ámbar de las paredes. Sólo harían falta un par de oficinistas japoneses y un karaoke para sentirnos en un suburbio de Tokio.

El mesero te lleva una toalla caliente al mismo tiempo que ojeas la carta. Hay sashimis, sushis y todo tipo de rollos. Pero el mayor secreto de este lugar se encuentra en la mesa. Hay una parrilla que nos permite preparar nuestros alimentos, creando un sentimiento de participación, comunión y una particular comunicación corporal con nuestros acompañantes.

La especialidad de la casa es el Yakiniku, que consiste en finísimas rebanadas de carne o pescado que son marinadas. El termino o el grado de cocción es determinado a nuestro gusto, olvidando la presión de que el platillo se enfríe. La grandeza del sazón se extrae de cada una de las pequeñas porciones, donde resaltan especias de incuestionable sabor nipón.

En la carta también hay una amplia selección de pescados que pueden pedirse a la sal, fritos o en témpura. Los que buscan emociones kamikaze pueden intentar la amplia coctelería de midori que ofrece el Taro. Una de las bebidas más traviesas es el Hopper, una delicada mezcla de midori con cacao blanco.

La velocidad de la vida diaria reduce el momento de la comida al acto de engullir. El Taro, gracias a que nos permite participar en la elaboración, procura crear instantes que pueden ser irrepetibles y especiales.