Por: Mariana Camacho

Con unos tintos, unas tapas y unos tacos, todos nos vemos más guapos” se lee en las espaldas del uniforme del staff. Paredes decoradas (por los mismos arquitectos que levantaron el Sud 777) con gis y gestos dicharacheros. Todo para que el lugar, montado como restaurante, no pierda (al menos en escencia) el toque informal que tienen los bares de tapas. Al centro del lugar, resalta lo más novedoso y el detalle que distingue esta sucursal mexicana de otros Tapas Bar en el mundo: una barra estilo kaiten en la que desfilan tapas sobre platos de colores (la dinámica es la misma que en la de las barras de sushi).

Entre toda la lista y variedades resalta una: el montadito de queso brie con solomillo. Una tapa que hay que comer caliente para saborear el gusto del queso desparramado juntándose con la grasa del trozo de carne. Y lo mismo aplica para la tapa de jamón Serrano (la básica de la casa) espolvoreada con ralladura de queso manchego.

Para no ser protagónicos, los postres resultan todo un hallazgo: el panqué de elote logra una consistencia cremosa, de sabor muy pronunciado, aunque muy sencillo. Si quieres algo muy tradicional, tipíco de las casas madrileñas: chocolate con un toque de aceite de oliva, sal y un delgado crotón.

El lugar abre a la una, pero empieza a cobrar vida por ahí de las dos y media de la tarde. Uno de los mejores detalles del lugar es la terraza para fumadores y con vista al Periférico. Sentarte ahí, a pesar de uno que otro claxón, es como ver llover y no mojarse.

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