La gula es el pecado de comer por comer, sólo que hacerlo aquí te lleva al cielo. Un restaurante escondido a mitad de la calle te recibe con un poster de Malta, cultivos en las paredes y un aparador de postres te echa ojitos, te manda besos y te tienta a pecar.

Te rindes ante la tentación, porque para eso son, y pides de comer. Tan solo la calidad de los ingredientes es responsable de la mitad del sabor. Desde las aguas frescas hasta la lechuga de las hamburguesas, la frescura destaca mucho pero no más que las habilidades del chef.

Las sillas al aire libre y la mata en la pared son para sentirse más cerca del paraíso y más lejos de esta ciudad. Empieza con unos arancini y síguete por la lasaña a la boloñesa, con su queso derretido y salsa calientita, deja a la gula convertirse en lujuria.

Las porciones están bien, no son para atascarse como en bufete, ni están cerca de un canapé. Digamos que te dejan el hambre para que te quepa el postre. Pídete un placer más, el dulce placer de lo dulce, que peca más de lo que engorda: una pavlova -un merengue, no muy dulce, relleno de crema fresca con fresas- que compartida es muy romántica.

Hablando de pecados, unas perras maltesas te harán portarte mal: hot dogs horneados, son tan pecaminosos que te obligan a compartir y pecar entre dos. Lo mismo pasa con las hamburguesas.

El dueño suele darse sus vueltas para tentarte con sugerencias y aunque a algunos les parece que habla mucho, a otros suficiente, pero con todos tiene atención. Es bueno saber que en este lugar alguien supervisa que todos vuelvan a pecar más.