Llegar a la Hostería de Santo Domingo es entrar al corazón de la ciudad. Una puerta de madera conduce hacia sus paredes coloridas, su papel picado, su piano y varias familias reunidas, turistas, amigos, parejas y unos respetuosos meseros que le llaman a uno dama o caballero según sea el caso.

Elegimos una entrada (no hay muchas): quesadillas surtidas. Son sólo dos, compactas. Su masa es crujiente y dejan una sutil grasita en los dedos. Además, tanto la de carne como la de papa están en su punto, la primera condimentada con una salsa de jitomate agradable al gusto, nada picante; la segunda es una porción de papas tiernas en aceite y cebolla.

Después llegó la pechuga ranchera con nata, una de las especialidades, aunque este sitio semanalmente cuenta con un promedio de 70 platillos diferentes. No nos encantó, pues la espesa nata tenía un fuerte sabor lechoso y hacía que, tanto el pollo como el chile pasilla, fueran casi imperceptibles. Eso sí, su color ladrillo era hermoso y el pollo estaba blandito y jugoso.

El pescado empapelado, una de las sugerencias, era una buena porción. Las espinacas nadaban entre la crema que despedía el queso oaxaca, que era demasiado, así que el sabor se quedaba impregnado en los dientes. Las especias que lo condimentaban le daban un toque más intenso.

De postre escogimos una natilla, que, a diferencia de la nata era ligerísima, con un sabor equilibradamente dulce mezclado con licor Contreau.

La Hostería es toda una tradición que vale la pena visitar, sin embargo no nos dejó del todo satisfechos, quizá sea más su fama. Prueba y a ver qué tal te parece.

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