Abuelo de los “restaurantes familiares”, ya figuraba cuando la salida a Cuernavaca era casi como una salida de fin de semana. Hoy el tráfico dificulta la llegada y la pregunta obligada es si vale la pena la travesía.

En la memoria de muchos están los mismos platillos que se sirven desde hace 50 años, aunque el restaurante adquirió su actual fisonomía hace casi 30. El menú es como un catálogo de comida mexicana. Prácticamente cubre toda la oferta tradicional con algunas especialidades que ya son un clásico, como el chamorro cocinado al horno. En la planta baja se pueden comprar chicharrón y carnitas para llevar, aunque la experiencia completa se vive en los gigantescos salones de arriba: mesas llenas, humo, familiares incómodos alcoholizados y muchos niños que corren entre las piernas de los mariachis, jaraneros y huastecos que enciman su son.

El servicio es impersonal. Quiere ser tan rápido que termina siendo ineficiente y los precios no necesariamente valen lo que se obtiene. Como experiencia antropológica está bien, aunque para comer es preferible ir a botanear con las grasosas chalupitas, la mínima orden de sopes o las quesadillas, de gusto fritanguero. Si un platillo se rescata es la barbacoa de hoyo. Buen sabor, la carne es suave y las salsas están bien preparadas... un clásico. Lo mejor es ordenar un kilo (suficiente para tres personas). Pide al mesero espaldilla y un poquito de pancita.

Para bajarle al colesterol, la ensalada de nopales preparada a la mexicana, con todos los ingredientes bien frescos y aromático cilantro. Acompaña todo con una cerveza. Los postres, aunque prometen ser una delicia confirman que es mejor seguir “cheleando”. No está mal, tampoco sorprende, repetible si es en plan de festejo o “pomida”; entonces se empieza a disfrutar.