Basta de ponerse emocionales con esto de que es el Día del Niño. Todos nos hemos dedicado a no disfrutar nuestras diferentes etapas de vida (en aquellos tiempos nada más querías ser mayor, acuérdate). Y como no queremos que anden nostálgicos y cabizbajos, aquí les decimos por qué odiábamos aquella época infantil.

La hora de la comida

De niños parece que hay una ley de vida que dice que absolutamente todo lo que sea comestible debe gustarnos. No importa si tu delicado paladar no soporta el hígado encebollado, tienes que comerlo porque si no lo haces eres un maleducado, malagradecido, y lo peor: no vas a crecer. Lamentablemente, esta “verdad absoluta” no aplica al postre: si por alguna extraña razón decidías que querías saltarte esta maravillosa parte de la comida no importaba. Y nadie te tachaba de niño malcriado, delicadito, sin esperanzas de crecimiento.

Las muestras de cariño empalagosas

Cuando éramos niños éramos unas cositas adorables; si no pregúntenle a todo el séquito de tías y vecinas que nos pellizcaban los cachetes y nos hablaban como si fueran tontitas. No había nada más molesto que pasar por el “ay, mijito, ¡Cómo has crecido!” o “mira nada más qué guapo estás. Seguro tienes muchas novias”, en cada reunión familiar. Aún cuando no fuéramos tan bellos que digamos, no nos salvábamos de esas cursilerías falsas. Por suerte, con el tiempo quién sabe qué pasó y el mundo comenzó a olvidar lo hermosos, grandotes e inteligentes que somos, y nos olvidamos por siempre de los cumplidos empalagosos.

Tener que pedir permiso para todo

Literalmente, para todo. Llegamos a kinder y lo primero que aprendemos a hacer es a levantar la manita y decir “¿Puedo ir al baño, miss?” ¡Al baño! Es una ridiculez tener que pedir permiso para satisfacer una de las necesidades más indispensables de la vida. A medida que avanza el tiempo, el permiso se pide para ir a jugar con los amigos, para comprar cosas, para ir a las fiestas, para repetir postre… para todas y cada una de las cosas que queramos hacer. Nos acostumbramos al desesperante proceso de los permisos hasta que llega el maravilloso momento de “Haz lo que quieras. Es tu vida/ tu tiempo/ tu cuerpo/ tu dinero”. Total… para eso trabajamos, ¿no?

Las materias de la escuela

Algo buenísimo de la edad adulta es que, si todo salió bien, es muy probable que te dediques a lo tuyo; cosa que no pasaba en la infancia. En la escuela tuvimos que echarnos años enteros de materias que más que no importarnos, simplemente no se nos daban. O que, ¿ahora resulta que eso de las matemáticas y la química es para todos? Sí, claro. No es que estemos en contra de que se enseñen esas cosas, si están en el plan de estudios es por algo; simplemente estamos felices de que nuestros años de estar con la mente en blanco frente a un pizarrón no tan vacío ya terminaron.

“Lo entenderás cuando seas grande”

Una de las frases más chocantes de la niñez. A ésta se une el famoso “porque yo lo digo”. Era horrible ver cómo en un mundo lleno de cosas por descubrir y por hacer siempre teníamos que atenernos a estas poderosas palabras que no sólo nos frenaban a seguir con nuestros planes, sino que no nos daban ninguna explicación válida y convincente para obedecer (porque, de hecho, varias veces esa razón ni existía). Sólo se aprovechaban de nuestra ignorancia con un “cuando seas grande lo entenderás”, que no nos solucionaba absolutamente nada, muchas veces lograba dejarnos callados.

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Exámenes

Definitivamente podrían incluirse en los momentos más temibles de la infancia. Era estresante tener que pasar la noche intentando memorizar cosas que ni nos importaban, para ir a soltarlo todo en una hoja al día siguiente. En algunos casos, nos enfrentamos a la angustia de las sanguinarias maestras a las que –de la nada– se les hacía chistoso hacer exámenes sorpresa. Pero lo feo no se limitaba al examen, sino a todo lo que pasara después: a que la miss dijera las calificaciones en voz alta y todos se dieran cuenta de que reprobamos, a la competencia por sacar mejor calificación que nuestros amigos, y a soportar el regaño de nuestros padres al ver las calificaciones. Estamos muy, muy felices de que ya todo terminó.

Tener que pedir dinero

Algo difícil de ser niño era tener que echarte todos los comerciales de Mattel y Hasbro en el Canal 5, querer todo, y tener unos papás que te dijeran: “¡Ay, está padrísimo!… Pídeselo a Santa Claus”. Gracias por nada. Depender económicamente de alguien más, aun siendo niños, es una de las cosas más molestas del mundo. Hasta nos hace valorar el momento en que pasamos de ser niños que reciben un domingo de 20 pesos, a convertirnos en adultos asalariados. Algo bueno debíamos sacar de la adultez, ¿no?

La falta de control

Muchos poetas y demás tipos de literatos han escrito que nosotros somos los arquitectos de nuestro propio destino. Bien, durante la niñez esto es una falacia enorme. De niños no controlamos qué haremos en el día, qué comeremos, a qué escuela iremos… vamos, muchas veces ni podemos decidir cómo nos vamos a vestir porque mamá ya tiene planeado para nosotros el trajecito más ridículo de todo el kinder (¿Por qué esa insistencia de vestir a los niños como si fueran payasitos o muñequitos ridículos, por cierto?). Es tan poco el control que tenemos de nuestra vida que, aunque es comprensible el porqué, llega a ser frustrante.

Los amores platónicos

Tal vez en el momento fue muy bonito y emocionante, pero ya que lo recordamos es un poco vergonzoso. ¿Quién no pasó por la ridícula (pero divertidísima) fase de enamorarse de Leonardo DiCaprio, Cindy Crawford, o alguno de los galanes del momento? O para no irnos tan lejos, ¿quién no tuvo un amor platónico escolar? Es bonito acordarse de todas esas cartas sin mandar, ensayos de declaraciones de amor, y fantasías infantiles. Pero también es un poco vergonzoso pensar que en ningún momento alguien tuvo el detalle de explicarnos que era muy probable que no pudiéramos casarnos con Britney Spears o algún Backstreet Boy.

Levantarse temprano

Ok, muchos lo seguimos haciendo, pero probablemente nunca lo sufrimos tanto como en la niñez. Era horrible escuchar los pasos de mamá aproximándose a nuestro cuarto para levantarnos. ¿Nuestra patética solución? Fingir que estabamos profundamente dormidos y no escuchamos el “¡Ya levántate…!” como si eso fuera a servir de algo.