“Ponte suéter”, me decía mi madre. Como buen hijo rezongón que desafía las más elementales leyes del sentido común, andaba en playeritas por la vida, sintiéndome invencible. Para colmo, ha de saber querido lector, que además de colaborador de Chilango.com soy DJ; labor que desempeñaba en minishorts o de plano en calzones en mi amado Marrakech Salón. No le cuento esto de manera gratuita ni para dármelas de sabroso, es sólo el punto de partida para narrarle una de las vivencias más difíciles que he experimentado y es haber sido atendido por neumonía en un hospital del gobierno.

“HÍJOLE, ES QUE NO HAY CAMAS”.

Todo comenzó cuando mi médico checó mi nivel de oxígeno y vio que estaba bajísimo, por lo que me mandó de inmediato al Hospital General. Como su consultorio está en un hospital privado de esos en los que internarse cuesta un ojo de la cara, me envió con uno de sus conocidos quien, se supone, me recibiría en el H. General para internarme. Pero no sabía lo que me esperaba.

Llegué a urgencias del Hospital General el 1 de octubre a las 11:30 de la mañana. Fracturados, niños con fiebre llorando, adultos mayores con su bolsita de diálisis y yo, solicitando un poco de atención. “Primero tiene que ir a pagar su consulta. Tiene que sacar una línea de captura y luego pagar en caja, luego ya viene y lo anotamos en la lista de urgencias”. Me pregunté para mis adentros: “¿cómo hace eso una persona que se acaba de romper una pierna o una mujer en riesgo de perder a su bebé por un aborto espontáneo?” En fin, como pude fui a hacer un par de colas interminables hasta que tuve el papelito que acreditaba que ya podía ser atendido en urgencias.

“Vengo recomendado del Doctor X y me dijeron que preguntara por el Doctor Y”, intenté una y otra vez sin éxito. “Dice el doctor que necesito que me internen urgentemente”. Ajá, puro camote, nadie me hizo caso. Me tuvieron esperando por 45 minutos hasta que una enfermera me tomó la presión y me pesó. “¿Cuál es su urgencia?” me preguntó . “No estoy oxigenando bien, tengo mucha dificultad para respirar y mi médico particular me mandó a internarme de inmediato”. “Ah, ok. Espérese tantito, ahorita lo llamamos otra vez”.

Otra media hora de esperar en la sala de “urgencias” (comillas de verdad muy necesarias). Me llamó de nuevo la enfermera y me dijo que en efecto, me iban a internar pero que primero me tendrían “un ratito” con oxígeno mientras me conseguían una cama. El ratito se prolongó por cerca de hora y media. Estaba sentando en una silla de plástico sin poderme mover y sintiendo que el chamuco me jalaba las patas. Cuando me atreví a preguntar cuánto tiempo faltaba para que me asignaran una cama, la enfermera me respondió: “híjole joven, es que no hay camas. Verá: hay gente que está esperando cama desde ayer a las 6 de la tarde y todavía no pasan, usted haga cuentas”. Le marqué a mi médico y le conté mi situación. Le dije que estaba al borde del desmayo y que nomás me tenían sentadito como monigote. De inmediato me mandó a que me regresara al hospital donde él daba consulta para que me estabilizaran ahí mientras él me ayudaba entre sus conocidos para ver cómo agilizar mi ingreso.

Pasé la noche en un hospital privado y aunque mi bolsillo lo sintió bastante, me estabilizaron y quedé vivito y coleando. Me admitieron hasta el día siguiente por la tarde, cuando hubo una cama en el Hospital General y eso porque mi doc se movió entre sus conocidos. La pregunta es, ¿qué pasa cuando alguien tiene una urgencia y lo ponen como a mí, a esperarse en una sillita a ver a qué hora se desocupa una cama? ¿Qué hace una persona de escasos recursos que no tiene para pagar una noche de hospital particular? Fue cuando comprobé la veracidad de esa leyenda urbana que dice que más de uno ha estirado la pata en las salas de espera de los hospitales de gobierno.

2 DE OCTUBRE NO SE OLVIDA

Me internaron un 2 de octubre. Mi intención era cronicarlo todo, registrar cada cosa que viera para al menos sacar la experiencia periodística del suceso. Ajá. Al otro día me sedaron y desperté como 20 días después, para enterarme de que en cuanto me internaron, literalmente me quebré y me tuvieron en cuidados extremos,totalmente sedado. Entré a terapia intensiva, donde me entubaron y respiraba gracias a un ventilador. Aunque la neumonía cedió, resulta que en el hospital otro de los bichos malignos que flotan en el aire se metió a mis pulmones por el respirador y estuve a punto de colgar los tenis.

Y es que ese es uno de los grandes problemas de los hospitales públicos: ponen a muchos enfermos hacinados en una sola habitación y se hace un contagiadero de bichos entre ellos muy difícil de controlar. Si uno de ellos tiene tuberculosis es muy probable que un buen número de sus compañeros de cuarto se contagie, así que a todos les toca tratamiento preventivo por igual, que dicho sea de paso, es un golpazo tremendo para el hígado.

En el pabellón de infectología donde yo me encontraba estábamos pacientes de tuberculosis, neumonía, VIH e infecciones de vías urinarias, coexistiendo en un espacio mínimo y compartiendo baño. Un verdadero caldo de cultivo en espera de alguien que se echara un traguito. Cuando salí de terapia intensiva y me regresaron a piso me encontré con los mismos pacientes que conocí cuando me internaron. Habían pasado 3 semanas y nadie había mejorado ni se habían ido de alta a sus casas.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE “CRISTI”.

Cristi era una estilista que estaba en la cama de a lado. Tendría unos 50 y tantos, una extremada delgadez y se caracterizaba por su poco apetito. Apenas probaba un trocito de la gelatina de toda su bandeja de comida y lo demás lo devolvía intacto. Aunque sus modales, voz y corte de cabello eran de mujer, sobre la cabecera de su cama estaba rotulado con plumón el nombre “José Juan”, mismo con el que las enfermeras y doctores se referían a ella. “Me llamo Cristi” repetía. “Tu acta de nacimiento dice José Juan, no te podemos cambiar tu nombre a tu gusto”.

Cristi era seropositiva. Todos los días tenía que gritar para que las enfermeras le llevaran sus antiretrovirales a la hora indicada, aunque estaban programados como prioritarios. Cuando al fin llegaba una enfermera a dárselos, su toma ya se había retrasado entre media hora o hasta 45 minutos. “Es que hay muchos pacientes, no nos damos abasto”, se disculpaban ellas. Y era cierto. El número de enfermeras en un hospital como el General es el insuficiente comparado el número de pacientes.

A pesar de que en noviembre se aprobó la reforma de ley en el Distrito Federal que permite a las personas transexuales cambiar su identidad sin necesidad de establecer un juicio costoso y desgastante, en los servicios de salud, al menos hasta hoy, te siguen llamando con el nombre que fuiste registrado al nacer. No importó cuántas veces Cristi les recordara su nombre a las enfermeras. Hasta el día en que me dieron de alta, la siguieron llamando José Juan.

LOS MÉDICOS: ESOS MAGOS DE LOS RECURSOS.

Así como nuestros políticos tienen la habilidad de desaparecer, desviar y justificar fondos imposibles del erario público, los médicos del Hospital General hacen lo propio, pero a la inversa. Podrán las instalaciones ser del año del caldo, podrán estarse descarapelando las paredes y podrán no haber batas suficientes para vestir a los enfermos, pero los médicos hacen maravillas con lo que tienen y lo estiran de una forma increíble. A pesar del número absurdo de pacientes por médico, sus expedientes son minuciosos y detallados. A pesar de no ser los más humanos del mundo debido al poco tiempo del que disponen, echan mano de todas sus capacidades para salvaguardar la salud de sus pacientes. Así es como me recibieron moribundo y viví para contarla.

Es evidente que los hospitales públicos tienen enormes carencias, debidas en gran parte a malos manejos de sus administradores y a que los egresos destinados a la salud pública son insuficientes, pero también hay que reconocer que cuentan con un valiosísimo capital humano: médicos, enfermeras y demás trabajadores que día a día se dan monumentales sobadas de lomo en pro de la salud de los pacientes. Aunque no haya camas. Aunque la comida esté fría. Aunque la burocracia nos saque canas verdes y amenace con derramarnos la bilis.

Esta fue mi crónica de cómo sobreviví a una neumonía y una de las peores enfermedades mexicanas: la burocracia.

¿Usted, querido chilango, tiene algún caso para contarnos? ¿Le ha tocado ser parte de estas historias de pesadilla? Ya sabe que lo espera su sección de comentarios, para que nos eche de su ronco pecho sus experiencias y opiniones.

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