No era fan de la música gótica ni del gore. En las conferencias que daba, nunca faltaban esas preguntas. Tampoco en los posts que le dejaban en las redes sociales. Se le asociaba con gustos retorcidos y macabros. Pero no. “Pese a lo que pudiera pensarse de Rodríguez como editor de una revista necrófila, era un tipo culto, informado y con argumentos razonados para defender a la publicación que dirigía”, escribió en su obituario-homenaje J.M. Servín, un referente del género policiaco en la literatura mexicana contemporánea que ha publicado volúmenes de relatos como Revólver de ojos amarillos, y sus crónicas de periodismo gonzo DF Confidencial. Lo que Miguel siempre decía era “que la muerte era parte de la vida”, y tal vez por eso es que el llamado “Editor de Hierro” no le temía. Durante más de 20 años estuvo rondándolo, en cada historia, en cada foto. Pero Miguel leía y veía fotos sobre crímenes atroces envuelto en sus dos géneros musicales favoritos: la trova y la salsa romántica. Porque Miguel Ángel pulía las pistas de baile del salón Los Ángeles. Las amigas hacían fila para dejarse seducir por su ritmo salsero. Si él iba con alguna pareja, le advertía que no se encelara, que sólo eran amigas. Miguel Ángel no era un hombre apuesto, pero sí un seductor. Sus amigas lo recuerdan riendo, escribiendo, leyendo, y enviando lindos piropos.

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En medio del trabajo y la fiesta, para El Alarmo siempre hubo una prioridad: su hijo. Miguel Jr. dudó mucho para hablar sobre su padre. Ha pasado poco tiempo y el vacío es grande para quien fue a reconocer en esa estación del metro el cadáver de su mejor compañero desde los siete años, cuando ambos se quedaron solos. Y aunque el Editor de Hierro formó otra familia con una mujer que tenía sus propios hijos, el vínculo especial entre él y Miguel Jr. nunca se debilitó.

Su hijo lo recuerda como un hombre sencillo, trabajador y siempre preocupado de que a él no le faltara nada. Lejos de volverlo insensible, los crímenes y accidentes sangrientos con los que cada semana construía Alarma! lo hicieron un padre protector. Quizá demasiado: nunca quiso que su hijo manejara un auto, mucho menos una motocicleta. Hacían competencias para leer libros. En 2013, Miguel Jr. leyó 16, pero se ríe y dice que jamás habría podido vencer a su padre en esos retos: El Alarmo leyó 34 libros el año pasado, todos tenían alguna página subrayada o su nombre en alguno de los bordes, y los más especiales contaban con alguna autodedicatoria de su puño y letra, lo mismo si eran novelas policiacas que líneas amorosas de Sabines o relatos de Bukowski.

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