Fingir un infarto, soltar puñetazos y hasta ofrecer sexoson sólo algunos métodos usados para librarsede ir al Torito. Los policías nos contaron las historiasmás increíbles de borrachos desesperados.

Mario estuvo encerrado en su propio auto durante siete horas, quizás un poco más. Vencido por el alcohol, este veinteañero se fue quedando dormido, poco a poco, ante la mirada incrédula de los policías que trataban de convencerlo de abrir la puerta. Pero al despertar, su borrachera todavía estaba ahí.

Con pasos torpes y el rostro desfigurado por la resaca, Mario al fin salió de su auto, pero no para entregarse a las autoridades, sino para vomitar todo lo bebido. Sin saberlo, rompió un récord entre los chilangos que piensan que resguardarse en su fortaleza de hojalata los salvará de sus 20 a 36 horas de castigo en El Torito.

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Alcohol


Ocurre al menos tres veces por noche. Por eso, los policías han recibido entrenamiento en técnicas de persuasión. El objetivo es convencer a los conductores de bajar del auto en menos de una hora. Aunque algunos se han salido con la suya. Mario no. Dejó de resistirse y de todas formas fue a dar al temido Centro de Sanciones Administrativas y de Integración Social, ese viejo edificio en el rumbo de Tacuba que solía ser un rastro hasta 1958 y al que ahora todos conocen como “El Torito”.

Si algunos deciden encerrarse, otros salen disparados jugándole al rápido y furioso y convirtiéndose en prófugos de la justicia. Su película de acción dura poco: siempre los localizan y los obligan a cumplir su castigo. A casi 11 años de que empezara el programa Conduce sin Alcohol, Saúl Ramírez, coordinador de operativos, no recuerda un solo caso de éxito entre los fugitivos.

Se acabó la diversión

Un hombre de unos 50 años dijo que sentía mareos, que sus músculos no le obedecían y estaba a punto de desmayarse. Cayó junto a la puerta de su auto. Era la madrugada de un sábado, en plena avenida Insurgentes. Cuando llegaron los paramédicos, le abrían los párpados, gritaban su nombre y golpeaban su rostro con las palmas para conseguir una reacción. Buscaron heridas, residuos de sangre, algún indicio de algo. El hombre no aguantó más; su risa estridente demostró lo que ya todos sospechaban: era un truco para no someterse a la prueba de alcoholemia. Aunque es un truco muy viejo. Un par de meses antes, en diciembre de 2013, otro hombre lanzaba besos con las manos y se despedía de policías y mirones porque su corazón se detendría en cualquier momento. Una ambulancia llegóen su auxilio, pero no tardaron en descubrir su farsa.

Encontraron 1.6 mg/l de alcohol en su sangre, es decir, cuatro veces lo permitido. Otros conductores han sido menos dramáticos y mucho más radicales. Una veinteañera trató de convencer a las oficiales de que le permitieran ir al baño antes de hacerse la prueba. Si hacía eso, pensaba, el alcoholímetro no registraría todo lo que había bebido. Pero en esos “retenes” no hay baños: incluso quienes trabajan ahí deben buscar restaurantes con servicio 24 horas, bodegas o estacionamientos, y pedir permiso de usar los sanitarios. Con desfachatez, la chica hizo pipí en medio de avenida Insurgentes, frente a los 15 empleados del alcoholímetro. Y después de hacerse la prueba, pasó la noche en El Torito. Tampoco fue la primera conductora a quien su vejiga le cobró factura en el peor momento. Un cuarentón, con el cabello desastroso y un auto impecable, amenazó con despedir a quien se atreviera a bajarlo de su coche.

Lanzó insultos y algunos golpes antes de bajar con sus pantalones de seda grises arruinados por su propia orina. «Hasta su asiento se había mojado. Y así tuvo que irse detenido», cuenta el policía Juan Carlos García, con una sonrisa algo revanchista que ilumina su rostro oscurecido por las ojeras. Hay chilangos más astutos, como Fernando Gómez. Sabía que las dos últimas cubas iban a ser su perdición, y antes de que el primer policía descubriera su aliento delator, orilló su coche a la mitad de la avenida y ahí lo dejó estacionado mientras tomaba un taxi. Pagó más de cuatro mil pesos entre multas y el corralón, pero esa noche la pasó en su casa. «Ningún policía me había dicho nada, así que, técnicamente, no rompí ninguna regla», dice orgulloso.

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