Si nunca has cantado en Garibaldi, dado el rol por Tepito, subídote a la Torre Latino o al metro chilango entonces no puedes decir que conoces el DF.

Creo que todos, en algún momento –o muchos– de nuestra vida, hemos tenido que ajustar nuestra armadura urbana, respirar profundo y treparnos en el medio de transporte más rápido y –quizá– más seguro de la ciudad.

Digo que usamos un traje especial, porque abordar el metro no es cosa fácil.Desde que metemos el boletito y damos vuelta al torniquete, sabemos que lo que viene será un episodio que nos dejará algún nuevo conocimiento sobre el modo de entender al chilango.

Las historias que hay en el subterráneo de la ciudad son muchas. Nuestro inconsciente colectivo nos hace recordar a señoras, señores, estudiantes, niños y niñas aventando las bolsas por la ventana para apartar lugar, mujeres y hombres que se ponen al tú por tú con tal de conseguir un asiento, a personas gritando: "Que manden uno vacío", a personas aventándose, viéndose feo…, a vendedores ambulantes que nos truenan el tímpano con sus "discos de colección", a miles y miles de aquellos que poco saben del "Antes de entrar permita salir" y otros tantos que pasan por alto el "No obstruya las entradas".

Pfft. Y con todo eso tenemos que lidiar desde las 5 de la mañana, con nuestro primer encuentro con la ciudad, y hasta altas horas de la noche, cuando ya estamos hartos de ruido, smog, gritos, caras largas, etcétera.

Puede que odiemos al metro, pero también tiene sus cosas padres, su cosa cultural, su lado artístico, sus murales, instalaciones, cantantes con aspiraciones, bóvedas celestes y demás extras que le quitan lo feo a sus paredes grises y a su rutina –casi siempre– infatigable.