José lleva más de 20 minutos esperando a que pase el micro en la esquina de Mariano Escobedo y Tolstoi, frente a un exclusivo hotel en la colonia Anzures. Se dirige a la estación del Metro Cuitláhuac. Aunque hace tiempo que no está por la zona, recuerda que normalmente salen microbuses cada cinco minutos del paradero de Chapultepec. Pero después de casi media hora, voltea impaciente hacia todos lados y no se ve el micro. Le pregunta a una señora que espera junto a él.

–Señora, ¿por aquí ya no pasa la micro?
–No, ya no –contesta tajante y sin mucha explicación.

José apenas va a replicar cuando a lo lejos aparece un reluciente camión verde con amarillo y letreros de led que señalan la ruta que recorrerá el autobús. Se sube y no le cobran de mano: deposita 4 pesos con 50 centavos en una alcancía atornillada al piso.

Le quiere preguntar al chofer por el cambio de unidad, pero, antes de atreverse, ve un letrero blanco con letras negras y grandes donde se lee: “No hable con el operador”.
Resignado, desiste y toma asiento. De hecho, en una parte de la ciudad los microbuses han desaparecido paulatinamente. Los últimos tres gobiernos del Distrito Federal persiguieron esa meta y ninguno lo consiguió.

Andrés Manuel López Obrador sólo logró desaparecerlos de Insurgentes y sustituirlos con la primera línea de Metrobús. Marcelo Ebrard fue más allá: los desapareció de Reforma, de Circuito Bicentenario, Mariano Escobedo, Eje 1 Poniente, algunos del Periférico, avenida Revolución, Patriotismo y los sustituyó por 10 corredores viales y tres líneas más de Metrobús.

Pero no sólo eso. Dio los primeros pasos para la desaparición del hombre-camión, el modelo con el que funcionan los microbuses hoy: aunque sean de una misma ruta, cada unidad y concesión le pertenece a una persona que los trabaja o recibe dinero en función de cuánto pasaje logre transportar al día.

Un modelo que, incluso para ellos, representa un riesgo, porque genera dinámicas nocivas, como corretearse entre unidades para ganar pasaje. A esta práctica los medios de comunicación la han denominado “la guerra del centavo”. «Creemos que el hombre-camión sí está llegando a su fin. Es más, necesitamos que llegue a su fin por una simple cuestión de seguridad», dice Nicolás Vázquez, vocero de los Transportistas Unidos del Distrito Federal, agrupación que engloba a 70 por ciento de los microbuseros.

La apuesta de Ebrard fue integrar a esos hombres-camión en empresas que explotan las rutas con un número determinado de autobuses en un esquema de paradas fijas, carriles confinados, semiconfinados y donde no es necesario pelear por el pasaje: el dinero ganado se reparte como utilidades entre los ahora accionistas de una empresa.
Para convencerlos de entregar sus microbuses, el gobierno les ofrecía un bono de “chatarrización”, de unos 100 mil pesos por cada micro destruido. El dinero fue utilizado en principio para el enganche de un camión casi 10 veces más caro.

No obstante, Ebrard se quedó corto. Durante sus seis años de gobierno apenas se pudo deshacer de poco más de 3 mil 800 micros de los 28 mil que se tenían estimados por las autoridades de la ciudad.

Fueron modernos

Los microbuses comenzaron a aparecer a finales de los ochenta. Eran nuevos y modernos. Pintados de gris y verde, utilizaban gasolina sin plomo y hasta se consideraban ecológicos. Se convirtieron rápidamente, junto con los vochos verdes, en una de las postales más famosas del DF de los años noventa.

Durante su auge, los microbuses llegaron a sumar 53 mil. Crecieron en paralelo a la ex- tinta Ruta 100 que daba servicio en camiones de color amarillo con café grandes y viejos.Además de novedosos, los micros se convirtieron en objetos de lo kitsch: personalizados con peluche en el tablero, muñecos, zapatitos de bebé, estampitas con frases in- geniosas y choferes pintorescos.

También funcionaban –cuando no había redes sociales e internet no era tan accesible– para actualizar el vocabulario callejero de boca de sus choferes y ayudantes, los “cacharpos”, esos sujetos que van colgados del estribo y cuya responsabilidad es pregonar la ruta y “auxiliar” al chofer.

En los micros, cuando no existían los vagoneros del Metro, se oían los “éxitos musicales del momento” a través de bafles mal ecualizados ubicados bajo los asientos. Era inevitable memorizar una canción que, literalmente, se le metía a uno en el pecho.

Los micros ahora se pueden encontrar a la venta por internet, destartalados y con los precios por los suelos: entre 20 mil y 50 mil pesos los más viejos. Uno que otro en mejores condiciones alcanza hasta 500 mil pesos. Un precio justo si se considera que la última concesiónindividual de microbús en el DF se otorgó hace 23 años. Y que desde 2008 han mantenido una tarifa de 3 pesos por sus primeros cinco kilómetros de recorrido, menos de la mitad de lo que se cobra en el Estado de México, por ejemplo. En este motivo justifican el incumplimiento de la promesa de mejorar el servicio: los operadores de los micros consideran insuficiente su ingreso para reinvertir en sus unidades, al grado de tener que conseguir refacciones en deshuesaderos y hacer por sí mismos las reparaciones.