Desde el primer latigazo, en la pantorrilla de Giovanni apareció sangre.

Inmediatamente después del golpe, la multitud profirió un “¡uuuuy!” tan largo que él se sintió valiente. Pidió otro latigazo y lo hizo de forma tan arrogante que la multitud lo miró con descrédito. El Judas concedió su deseo. Esta vez el golpe fue más certero. Era su cuarto latigazo y quería más. Pero de su pantorrilla comenzó a brotar tanta sangre que los demás se lo negaron. Mientras cojeaba, rechazó la ayuda médica y la de sus amigos.

«¡No es nada, no es nada, ahorita coagula!», gritó.

El flagelo es una de esas prácticas brutales que creemos perdidas en el tiempo, pero cada Semana Santa en Cuajimalpa se vuelve una actividad lúdica, un escaparate para fanfarronear sobre la hombría y medir los umbrales del dolor.

«La tradición es que aquí venimos a castigarnos por nuestros pecados, que no creo que sirva. Yo vengo porque me gusta sentir el dolor», dice Luis Enrique como si el masoquismo fuera una práctica normalizada.

También quedó rengo después del golpe, sabe que el dolor permanecerá todo un mes: «Cuando no sangra dura más el dolor, se queda la sangre ahí; es mejor que salga», explica con la experiencia de quien acude cada año a someterse a tortura.

La tradición tiene más de 30 años en el pueblo de Cuajimalpa. Se realiza el día después de la crucifixión.

Si bien la representación de la pasión de Jesúcristo es más famosa en Iztapalapa por la mega producción y la transmisión televisiva, este barrio se caracteriza por su afecto a los latigazos.

Desde las siete de la mañana, cuatro jóvenes disfrazados, con túnicas rojas y máscaras, salen a las calles a “robar” las pertenencias de los comerciantes para llenar un saco que luego regalan a la gente.

«¡Algo para el Judas, doña, una película, aunque sea porno!», grita el disfrazado para demostrar que la parafernalia religiosa es puro pretexto. Son ellos quienes cargan los látigos que aprenden a utilizar con un entrenamiento previo. Mientras recorren las calles, fustigan a quien se deje con su arma de 2.30 metros de longitud.

«He tenido ya dos veces la oportunidad de ser el Judas. Nos entrenamos para saber pegar porque sí es peligroso. A la gente le gusta que le pegues. Hasta las mujeres se ponen para que les des», comentó Iván Dominguez, un Judas con máscara de anciano.

Después de medio día, los cuatro Judas se reúnen en el atrio de la Parroquia de San Pedro Apóstol. Para entonces ya la multitud supera las 500 personas que están ansiosas por ver al siguiente flagelado. Uno a uno pasan, unos renuncian al primer golpe, otros hasta donde les alcance para fingir.

Al final de cuentas, la celebración del dolor termina con algo de venganza. Los cuatro que anduvieron soltando chicotazos son colgados con una cuerda. Desde las alturas reciben también su castigo.