Por Javier Pérez @JavPeMar

Hay algo poderoso, inquietante, enérgico y desconcertante en Whiplash, acá subtitulada Música y obsesión como claro apunte clarificante para que el espectador más o menos se haga una idea de qué va la película y no se siga de largo. Esta vez le atinaron por lo menos en la cuestión de la obsesión, elemento que guía la historia del joven estudiante de batería Andrew Neyman (Miles Teller) en su paso por el ficticio Shaffer Conservatory of Music de Nueva York, la elitista y mejor escuela de música en EU según dice el personaje.

En ese lugar se encuentra con Terence Fletcher (J.K. Simmons), la vaca sagrada del conservatorio, a cuya banda de jazz todos aspiran a entrar a pesar de que sus métodos para sacar lo mejor de sus músicos/estudiantes estén en la línea de los empleados por el sargento Hartman de Cara de guerra.

Damien Chazelle, director y guionista (nominado al Oscar en la categoría de guión adaptado, pues se basó en su propio cortometraje previo), consigue agarrar al espectador desde el principio, con la relación que va creando entre Neyman y Fletcher. Fletcher (el mismísimo J. Jonah Jameson de los Spider-Man de Sam Raimi), primero amable y comprensivo, estalla como un tipo sádico y gritón que humilla a la primer oportunidad a su joven pupilo. Su obsesión por la perfección interpretativa es tanta como la de Andrew por convertirse en un baterista grandioso y reconocido, lo cual los lleva a un enfrentamiento natural enmarcado por el abuso de poder en el cual se regodea Fletcher y que J.K. Simmons sabe explotar muy bien (no por nada está nominado como actor de reparto en los Oscar).

Pero precisamente esta cuestión del abuso de poder relega a la música a un plano secundario, casi un telón de fondo (¿un subtítulo más apropiado? Abuso y obsesión) que no le hace justicia al jazz, da la impresión de que el realizador quiso verse cool recurriendo al género.

Tal vez lo rescatable del trabajo de Chazelle (porque no hay duda que sus personajes principales hicieron un trabajo sobresalientemente enérgico) es su guión, que va soltando y apretando las tensiones con un destacado olfato narrativo mientras se atiene al libro. Me explico: no se sale de las convenciones de las historias de crecimiento, a todas luces edificantes, aunque oculta muy bien su sistemático uso del cliché. Casi como hace que todos esos personajes secundarios, incluidos los bateristas que compiten por el puesto contra Andrew, no parezcan lo que son, meras comparsas.

Nada como la noviecita ignorada (Melissa Benoist), el preocupado padre soltero (Paul Reiser), frustrado e incapacitado para comprender las motivaciones de su hijo, las nulas relaciones con otros estudiantes o la forma de ensayar hasta tener las manos ensangrentadas de Andrew para subrayar el obsesivo egoísmo de un chico que quiere ser reconocido como el mejor baterista sin que le importe el mundo alrededor (y parece que ni siquiera la música, que toca y escucha todo el tiempo).

El melodrama insertado a borbotones poco perceptibles. Tan poco perceptibles que al final de la película Chazelle tiene otro acierto cuando deja que sus personajes principales queden en un enfrentamiento empático que deja de lado cualquier señalamiento sobre intenciones edificantes o moralinas. Lo que queda son esas dos actuaciones sobresalientes de Simmons y Teller.