Por Javier Pérez

David Cronenberg es uno de esos cineastas que consiguen poner en cada filme que realiza su sello autoral. Un método peligroso (A dangerous method; Canadá-Suiza-Alemania-Reino Unido, 2011) no es la excepción. Esta película de época, ubicada en los primeros años del siglo 20, explora en ese terreno que por lo menos en su trabajo en el siglo 21 ha impregnado su filmografía: la mente humana y sus correlaciones con la conducta.

Primero lo hizo en esa pequeña joya llamada Spider (2002) en la que casi sin diálogos se internaba en los intersticios de una mente dañada y su respuesta violenta; luego en Una historia violenta (2005) aludía a un pasado tortuoso, la redención, la culpa, la identidad, el crimen, el amor de familia y nuevamente la violencia; y en Promesas del Este (2007) añadía a los temas identificados cierto resquicio esperanzador. En todas ellas el pasado, y su asimilación (o falta de), jugaba un papel importante. Al igual que los traumas en oscuras relaciones filiales. Tal como ocurre en Un método peligroso.

Un método peligroso parecería marcar un rompimiento. Primero por ser un filme en el que la mayoría de las tensiones y giros dramáticos ocurren en el diálogo, más en la tradición del cine de Eric Rohmer que en la suya propia. Segundo, por abordar una historia con personajes reales: Sigmund Freud (interpretado por Viggo Mortensen), Carl Jung (Michael Fassbender) y Sabina Spielrein (Keira Knightley) centrada en los años 1904-1920, con unos Freud y Jung rompiendo su relación y cayendo en más dudas que certezas.

Sin embargo, la película es una confirmación de las preocupaciones temáticas del cineasta canadiense, como esa premisa básica de su filmografía desde sus trabajos de los años setenta y ochenta: la violencia es inherente a la naturaleza humana. Y la culpa. Y el delirio. Y el egoísmo. Pero encima de eso, no deja de reflexionar sobre la enfermedad y las consecuencias del escrutinio social. Ya no de una manera visiblemente visceral que implicaba transformaciones corporales monstruosas (Rabia, por ejemplo) o por una revolución digamos que evolutiva (eXistenz), sino a través de teorías que trascendieron en el estudio de la mente humana (el psicoanálisis, a partir del estudio de arquetipos, la sexualidad y la posterior interpretación de los sueños).

Y Cronenberg somete a sus personajes al autoanálisis, a la exploración de sí mismos, lo cual, por cierto, conecta con el rollo cienciaficcionista de La mosca, aunque en Un método peligroso tenga un sustento en la realidad. Ahí radica la importancia de los diálogos («Algunas veces tienes que hacer algo imperdonable para seguir viviendo») que parecen tan poco cronenbergianos.

Otro de los puntos ineludibles en Cronenberg es la sexualidad, llevada al extremo en uno de sus filmes más referenciales: Crash. Esta preocupación, conectada con su interés por el cuerpo (más bien la carne), de hecho, es el catalizador del relato.

Como suele ocurrir con el cine de Cronenberg, cada vez más elaborado en su técnica, requiere de sólidas actuaciones. Mortensen, casi un álter ego del cineasta, está perfecto como la figura de autoridad (paternal se dice), con una tremenda contención. Fassbender llena de manías e inseguridades a su personaje del doctor Jung. Y Knightley, que no se distingue por su capacidad actoral, da lo mejor de sí aprovechando incluso sus gesticulaciones tan criticadas.

Pero Cronenberg no es el único responsable de Un método peligroso. Christopher Hampton adaptó el libro de John Kerr a una obra de teatro que a su vez se convirtió en la base de su guión. Y Howard Shore entrega un score que colabora en la creación de atmósferas adecuadas.