Por Carlos Arias

La sola palabra Timbuktú evoca al lugar más recóndito del planeta. Una ciudad milenaria en medio del desierto donde nadie llega, y donde sus habitantes parecen vivir en una especie de paraíso terrenal, que combina la más pura naturaleza, con camellos entre las dunas de un oasis, con celulares 4G, música, antenas parabólicas, liberalidad amorosa y tardes de futbol.

Este mundo perfecto aparece como una clara alegoría religiosa en torno de la libertad y la felicidad humanas. Pero hasta allí llegan los fanáticos religiosos que en nombre del Islam buscan convertir este “pecaminoso” paraíso terrenal en un infierno de prohibiciones, castigos y violencia.

La película está basada en los sucesos reales ocurridos en el norte de Mali en 2012, cuando ese país africano, ubicado al sur del Sahara, fue invadido por la guerrilla de los Tuareg, quienes luego fueron desplazados por combatientes yihadistas islámicos. Estos últimos impusieron por la fuerza las leyes islámicas, obligaron a los habitantes a ponerse las ropas rituales y a rezar, al tiempo que establecieron una dictadura que persiguió a todos aquellos que tuviesen algún rasgo de liberalidad occidental. “Nada de lo anterior está permitido”, es su frase favorita. La música está prohibida y el que sea sorprendido cantando recibirá 40 latigazos, mientras que el sexo o el futbol son perseguidos como transgresiones a la ley religiosa.

La película es Timbuktú (2014), una coproducción entre Francia y Mauritania dirigida por el mauritano Abderrahmane Sissako. La película obtuvo aclamación mundial por enfoque humano en torno de una historia de guerra y de dolor, narrada con un espíritu de humor y elementos de magia y poesía. La historia tiene su origen en una anécdota que aparece en la película: una pareja fue acusada de adulterio, perseguida y sentenciada a ser apedreada, según ordenan los libros sagrados. La película fue seleccionada para la competencia oficial en el Festival de Cannes y estuvo nominada al Oscar 2015 por Mejor película extranjera.

Timbuktú narra diversos episodios que ofrecen una dimensión coral a la tragedia de la guerra religiosa contra los habitantes de Timbuktú. Cuenta la historia de Kidane (Ibrahim Ahmed) y su familia, formada por su esposa Satima (Toulou Kiki), la hija de ambos Toya (Layla Walet Mohamed) y el pastor de 12 años Issan (Mehdi Ag Mohame). Todos ellos viven una vida pacífica en las afueras de la ciudad y en el borde mismo del desierto, donde intentan continuar con su existencia pacífica ignorando la guerra que llega a la ciudad.

Tras un altercado de Kidane con un pescador, magistralmente filmado en un largo plano lejano de los dos personajes que luchan sobre el agua, como dos animales salvajes, los yihadistas ponen su atención en Kidane y en su hija, lo que los convierte en víctimas de la nuevas leyes.

La película muestra las aberraciones del poder, pero también tiene uno de sus aciertos al mostrar a los yihadistas, sus motivaciones y sus contradicciones internas. En ese sentido la película es una exploración sobre el mal, que parece oculto en el lugar más recóndito (como la misma ciudad de título), pero que está a punto de aflorar en cualquier circunstancia. Otro elemento que hace a la película una obra maestra es la puesta en escena las formas de resistencia frente al poder, que van desde actos heroicos, el humor o la poesía.