Por Javier Pérez

Tal vez lo que haya que destacar en una película como Terror en Chernóbil (Chernobyl Diaries, EU, 2012) sea su trabajo de locaciones. Parecería que la cinta verdaderamente ocurre en la ciudad ucraniana de Pripyat, lugar de residencia de los trabajadores de la planta nuclear de Chernóbil, que abandonaron tras el desastre nuclear de 1986.

Las locaciones en Belgrado, Serbia, y Budapest, Hungría, funcionan para evocar la desolación y el abandono. Para dar la idea de un lugar corroído por el paso del tiempo, desagradable y siniestro como la tragedia que le sucedió. Digamos que el lugar perfecto para una película de terror. O, más bien, para uno de los derivados de las slasher movies.

Tres parejas de veinteañeros caen en el servicio de turismo extremo que ofrece Uri, un viaje que incluye una visita de dos horas por la ciudad fantasma, a la que llegan en una vieja van camuflada, un antiguo vehículo militar soviético llamado UAZ. Se encuentran con un puesto de control que les impide el paso pero Uri, por no devolverles el dinero, toma un camino alterno por el silencioso bosque; no hay siquiera trinar de pájaros.

La visita transcurre casi sin sobresaltos hasta que, bueno, la camioneta no arranca, la histeria colectiva se propaga y los personajes empiezan a actuar precisamente como personajes de slasher movies: salen irracionalmente a la negra noche y se internan por los edificios habitacionales socialistas entregados (se diría) a los entes invisibles que los acechan. Lo que no tiene de slasher es que a ninguno de los personajes se le sorprende, ejem, en situaciones candentes.

Oren Peli, guionista y productor de Terror en Chernóbil, recurre a la fórmula del acecho y la persecución. Recurre también a esa idea de realismo que tan bien le ha funcionado –hablamos en términos de recaudación en taquilla– en la serie de películas de Actividad paranormal. Para eso, su yes-sir-man Bradley Parker se apoya en la fotografía de Morten Søborg que acompaña a los personajes cuando escapan por los estrechos pasillos de los edificios abandonados, rompiendo puertas y ventanas y huyendo de algo que no ven.

El desconcierto que genera esta situación, que podría ser su virtud, al final termina por ser el principal problema de la película. Se abusa tanto del recurso que resulta fatigoso. El misterio más o menos se adivina con rapidez. La pequeña vuelta de tuerca final, que no deja títere con cabeza (no es feliz, pues), ayuda un poco. Aunque al final, uno termina pensando: los soviéticos, más de veinte años después, siguen siendo los malos.