Por Jaime Azrad

Entrar en vidas ajenas sin ser visto, juzgar y tomar posturas es cine; jugar con las estructuras sociales y cuestionar sus meras bases, para vernos reflejados en ellas, es arte. Esta cinta se debate entre ambos en la adaptación de Tenemos que hablar de Kevin, la novela de Lionel Shriver sobre los procesos, el perdón y su esencial función en la vida.

La directora escocesa Lynne Ramsay (Morven Callar, 2002) entrega un filme que no tiene miedo: se adentra en una narrativa en la que las palabras son cuidadosamente elegidas y, a cuentagotas, comparten momentos que, sin darnos cuenta, construyen nuestras decisiones. El reto es enorme: la historia desnuda un valor inamovible en nuestra estructura social, el amor de una madre por su hijo, y aún en pleno cuestionamiento debe buscar la simpatía del espectador y construir una identificación con éste. Y lo logra.

Sigilosa, Tenemos que hablar de Kevin no emite juicios, se limita a una sensatez que se refleja en una Tilda Swinton (Quémese después de leerse, 2008) introspectiva, calmada y leal a su personaje. Swinton encarna a Eva, una escritora que ha encontrado en la maternidad los sacrificios más grandes de su vida y cuyo primogénito, Kevin, presenta una actitud sociópata sin explicación alguna. Consternada, Eva se maneja a través de diferentes posturas a lo largo del crecimiento de Kevin, hasta el momento en el que la realidad la golpea sin misericordia alguna.

La fotografía es una cruda combinación entre lo ‘estético’ de la estructura social y la enredadera de los sentimientos, una cinta sobre los altibajos de una vida que fue desgarrada por el fruto de su vientre.