Por Verónica Sánchez Marín

Señor Lazhard (Monsieur Lazhard, Canadá 2011), dirigida por Philippe Falardeau y basada en la obra Monsieur Lazhard de la escritora Evelyne de la Chenelière –y candidata al Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 2011– es una obra en la que pulula un hecho atroz. Basa su esencia en la intensidad y fragilidad sobre la vida en la escuela, los lazos en el salón de clases y la confianza mutua que se requieren en ese entorno. Ideal para nuestros queridísimos profesores, esos que no se manifiestan en las calles, sino en los salones de clases, donde realmente hacen falta.

Una cámara casi inmóvil retrata a manera de estupor la tragedia, expuesta en la imborrable escena de los primeros minutos, que ejerce como punto de ebullición. A partir de ahí, la filmación aprovecha para dibujar temas relacionados con la concepción de los modelos educativos implementados en distintas geografías: Argelia y Montreal. Destaca la actuación de Mohamed Fellag (Bachir Lazhard) por esa ternura no cursi que garantiza una entonación adecuada con el ambiente, así como la espectacular interpretación de los niños que figuran como unos alumnos dañados tanto por el entorno como por la trágica ––y espantosa– escena inicial del suicidio de su maestra.

La esencia de toda la historia se basa en la relación de un profesor argelino, que esconde un doloroso secreto: la tragedia de la pérdida de su familia y el autoexilio como una forma de salvaguardar a sí mismo y a los seres queridos que aún conserva. Recién llegado a Canadá, si tarea es confrontar el sistema social canadiense que ha transformado a la escuela en una variación marcial del conservadurismo de los internados.

Sobresale también la fotografía de Ronald Plante que brinda una atmósfera a ratos nebulosa y de gran luminosidad que resaltan los crudos inviernos de Montreal. Narrada con un tono sencillo, una musicalización casi imperceptible, la historia desbroza de manera sutil y discreta la vida de Bachir y la de los niños que se entrelazan de manera paralela. En Bachir conviven la educación, caballerosidad, y bondad que contrasta con las estrictas reglas del colegio, donde el trato es frío, positivista –como todavía impone la propia ley mexicana– y desvinculado de la vida íntima del alumno.

Con la misma cautela se tratan temas como la tolerancia religiosa, el aprecio por otras culturas, el exilio político, la consigna del esfuerzo, la necesidad (o no) de hablar de la muerte y el conocimiento del Otro –sí, con mayúscula, pero no por un guiño-guiño religioso, sino porque el otro es importante–, todo con un tono sentimental.

En el filme además encontramos otra dualidad: la violencia psicológica enfrentada a la violencia política. Señor Lazhar es un trabajo que no da respuestas, pero que sí presta a debate y lanza al ruedo preguntas, como esa que trata de diferenciar entre enseñar (transmisión de conocimientos, al parecer tarea del profesor) y educar en un modo de vida (tarea de la familia), tal y como reclama al maestro un padre no demasiado comprensivo.

En Señor Lazhar chocan también los nuevos sistemas educativos con el viejo método del maestro: él, por ejemplo, abraza a los niños, cuando el contacto está prohibido en Canadá —por aquello de los pedófilos cariñositos. Sin embargo, esta regla es injustificada. Hay un amor latente entre Lazhar –que recibe el rechazo de su propia gente y busca la redención ayudando a los niños– y los alumnos –lanzados al lado oscuro de la vida de golpe con el suicidio de la profesora–. Aborda de forma magistral los sentimientos de desolación de la niñez, los fantasmas de la culpabilidad que atacan el imaginario infantil y cómo los adultos (al caso los padres) son incapaces de manejarlo en muchas ocasiones.

Es la universalidad de los temas lo que hacen que la película conecte con el espectador. La figura del profesor se reivindica como guía más allá de héroes como en Al maestro con cariño, con Sidney Poitier o Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos.