Por Javier Pérez @JavPeMar

Parece una constante que cuando las historias sobre superhéroes se planean como sagas, los directores y guionistas se preocupan por dotar de profundidad a sus personajes. Batman es un ejemplo notable. Y lo mismo puede decirse de Iron Man, una serie que ha aprovechado al máximo la personalidad de Robert Downey Jr., su protagonista. Con todo y que en ambas historias se trata más bien de vigilantes que de superhéroes.

Desde la primera parte de Iron Man, Downey Jr. se apropió completamente del personaje del millonario y cínico Tony Stark (al punto de parcer uno espejo del otro), un genio para el diseño y la construcción de armas que, tras ser secuestrado en Afganistán, se da cuenta que sus inventos de “uso militar” atentan contra la pacifición en las manos equivocadas. Y se propone acabar con eso.

Sin embargo, no puede desprenderse de su excentricidad y eso lo pone en el ámbito público. Y, evidentemente, en la mira de sus enemigos.

En la tercera entrega, precisamente ser un personaje público es lo que lo pone al borde de la muerte y, junto con él, a su amada Pepper Potts (Gwyneth Paltrow). Ahora amenazado por un truculento terrorista aparentemente árabe llamado El Mandarín (Ben Kingsley), Tony Stark parece estar en desventaja. Enfrenta a hombres y mujeres con la capacidad de, literalmente, incendiarlo, quienes lo dejan prácticamente fuera de combate. Y a una serie de intrigas que no alcanza a comprender. Y, de paso, a un conflicto amoroso que debe resolver.

El cinismo de Stark sigue reluciente, pero ahora con matices que vislumbran una maduración del personaje. Los diálogos tienen a ratos una ironía sutil (la interacción con el niño) y a ratos dejan entrever los conflictos morales del personaje, cuyo sentido del deber está por encima de cualquier otro. Pero hay un elemento que alude a la fragilidad del personaje: esos momentos en los que sufre accesos de pánico que coquetean con la comedia pero que explican el conflicto interno del personaje (el doppelganger a punto de romperse), lo cual lo pone más débil frente a sus enemigos pero que al mismo tiempo podría ser su fortaleza.

En Iron Man 3 hay espacio para hablar de la corrupción política, del posible descontrol de las armas biológicas, del hambre de poder y de la fuerza de las simulaciones. Y, desde luego, todo gira alrededor de una historia de amor que, a su vez, potencia las intrigas y subraya los dilemas del personaje principal.

Técnicamente, no es que Iron Man 3 sea un derroche de efectos, salvo en dos o tres escenas. Como ocurre en los últimos años, la tecnología 3D ha dotado de una efectiva e impresionante herramienta para capturar imágenes. En principio mero artilugio tecnológico, ahora se le utiliza como la nueva forma para dotar de profundidad de campo a la narrativa fílmica, una herramienta que se ha ido integrando a eso que los teóricos llaman discurso cinematográfico. Ya no es, pues, puro efectismo. Además, la película no se despega del universo creado en Los vengadores, pues algo tiene que ver el cansancio acumulado en esta batalla con la mala forma del hombre de hierro. Y hay referencias divertidas en los diálogos.

Ahora dirigida por Shane Black, Iron man 3 sigue mostrando que la elección del actor que interpreta al villano es una de las principales herramientas para crear tensión. Y también de quienes rodean al héroe que tiene que recorrer ese camino que lo ha tumbado por los suelos y del que deberá reconstruirse. Guy Pearce, Don Cheadle y la propia Paltrow (en un papel con mayor juego) consiguen esa redondez en una historia sobre intrigas políticas a altas esferas y esa amenaza que se cierne sobre el territorio estadounidense llamada terrorismo. Espera a que pasen toda la secuencia de créditos. La narración adquiere sentido.