Palabras de nuestra columnista estrella: Ira Franco.

Todos tenemos una historia del día que la
vimos por primera vez, cuando el chirrido de aquellas cuerdas cortesía de
Bernard Hermann cortaron un poco nuestra psique para siempre. Schrich, schrich, schrich (o como
escriba cada uno el sonido de los violines y los chelos mientras hacen el
ademán de clavar un cuchillo en el pecho de su amigo imaginario) es sinónimo de
un horror que va más allá del asesinato puro o el misterio de la sangre
derramada: la escena de la regadera -de la que se han escrito no menos de una
decena de libros- es también un recordatorio de nuestra fragilidad desnuda,
física y psíquica.
Por algo Janet Leigh (la rubia que muere en esta escena)
nunca más pudo darse un regaderazo en su vida sin ponerle llave a la puerta.

Muchas leyendas circundan esta cinta (que
el agua estaba fría y por eso Leigh pudo gritar de esa forma o que Hitchock ni
siquiera dirigió la escena, sino que la basó por completo en un storyboard de
Saul Bass, el diseñador gráfico detrás de la mayoría de las secuencias de
créditos iniciales de Hitchcock, cosa que ha sido desmentida en múltiples
ocasiones, igual que lo del agua), leyendas que sólo redundan en el metasignificado
de esta cinta, que a lo largo de los años parece cada vez más joven y fresca.

Quizás es así porque su director hizo del
riesgo creativo un modus operandi: esta película en particular fue elegida por
Alfred como un reto. Cuando leyó la novela de Robert Bloch -bastante más
violenta que la película pues en ella la mujer es decapitada en aquella
regadera- se maravilló con un storytelling fuera de la convención, donde los
protagonistas con los que el público se identificaba morían repentinamente, sin
dejar un avatar para seguir en el flujo emocional. Son 45 minutos de película
donde hemos seguido a Marion Crane a través de su camino como nueva delincuente
(ha robado 40 mil dólares a su jefe para fugarse con su novio) y de pronto,
pum, una vida promisoria, la mujer del brassiere y pechos puntiagudos es
asesinada, un momento después de arrepentirse de sus actos. A todas luces, una
historia trunca, rota. Los productores pensaban que Hitchock había enloquecido
(algo así como contratar a Angelina Jolie y no dejarla terminar la película
ahora, todavía algo impensable para quien suelta la marmaja inicial), pero
Alfred tenía, como siempre, un gran as sobre la manga: él quería contarnos la
historia del asesino. Anthony Perkins, adorable en el papel de Norman Bates
, era
un personaje más perturbador que la rubia pechugona y justamente en esos términos quería
inaugurar Hitchock el thriller psicológico, prediciendo nuestro azoro ante
aquellos modernos asesinos como Ed Gain (un hombre de Wisconsin en cuya ‘vida
loca’ se basaron personajes como el propio Bates, Leatherface y Buffalo Bill en
El Silencio de los Inocentes, aunque la ficción, en este caso particular, nunca
haya podido superar a la realidad).