Quizá la mejor forma de oponerse al mundo es mantenerse inocente, en un buen tipo que se resista a aspirar fama, fortuna, que se resista al cinismo y a caer en el desencanto. Así es Paterson (Adam Driver), un chofer de autobús que escribe poemas y vive sin mucho sobresalto con su bella esposa Laura (Golshifteh Farahani) y su perro, en Paterson, Nueva Jersey.

Ambos se quieren, se apoyan y se maravillen el uno al otro: ella decora cupcakes, pinta y acaricia el sueño de convertirse en un cantante de country mientras él se entrega sus rutinas de trabajo y se divierte escuchando las conversaciones de los pasajeros, paseando al perro, tomando una y sólo una cerveza en el pub del barrio. Su relación y su camino es tan armonioso que uno se pregunta si en algún punto pasar algo en la película. En efecto, algo ocurre, pero nada que le de un vuelco en la vida del protagonista, sólo un incidente cómico y triste que le añade un matiz a su existencia.

Patterson divide opiniones: el público que busca una historia emocionante o incluso normal debe evitar esta cinta toda costa, pero aquellos susceptibles de ser hipnotizados por la cámara de Jarmusch seguramente encontrarán un motivo de regocijo en un retrato sobre la gentileza y la dulzura, que son, en realidad, un muy raro espectáculo cinematográfico, digno de comprobar.

Es de esas películas alberca que desde afuera lucen ridículas, lentas, engañosas. Se requiere un espectador con voluntad de sumergirse en sus aguas para revelarse tan extraña como entrañable – tanto como el rostro equino de Adam Driver, en su papel más interesante a la fecha.