Por Ira Franco

Una extraña cinta para ser de Tim Burton: no sale Johnny Depp, nadie usa disfraces estrambóticos ni hay personajes muertos. Hasta su colaboración de cajón con el músico Danny Elfman se registra en otra tesitura, una más tenue que concuerda con los tonos pastel que Burton escogió para su película.

Quizás en esta ocasión el director confió en que la oscuridad vendría de la trama: una pintora permite que su marido se lleve el crédito de sus cuadros. Perturba la tensa calma con que la pintora Margaret Keane(Amy Adams) maneja el tema de convertirse en simple maquiladora de su propio arte. El esposo es Christoph Waltz de quien extraña una interpretación sinceramente mediocre: no acaba de expresar la mezquindad como locura o como neurosis y su química con Adams languidece.

Otro defecto de la cinta es que sobran personajes: el galerista neoyorquinohipster interpretado por Jason Schwartzman parece salido de un mal corto de Wes Anderson y no alcanza a ser la voz del arte esnob hiperculto que tilda aquellas populares pinturas de grandes ojos como arte decorativo y de mal gusto.

Tim Burton regresa a un tema que parece obsesionarle, el del artista incomprendido, pero al salir de su zona de confort –algo que ya es un mérito– descuida la tridimensionalidad de sus personajes. Quizás debemos esperar a que termine Beetlejuice 2 para saber si podemos seguir confiando en él o ya lo perdimos.