Por Ira Franco

Fue sólo una semana, pero parece que con Marilyn Monroe siete días eran suficientes para marcar a alguien de por vida. My week with Marilyn (Curtis, 2011) está basada en un relato verídico del entonces jovencito de 23 años, Colin Clark, que moviendo sus influencias consigue un trabajito en la película The Prince and the Showgirl (1957) donde vive unos cuantos días intensos con la “bella triste”, la reina de la fragilidad semihistérica y los labios rojos, Marilyn (Michelle Williams). Para entonces, la rubia está casada con el dramaturgo Arthur Miller, tiene 30 años y está atrapada en un rodaje donde todos la hacen sentir estúpida, sobre todo el director y coprotagonista, el veterano Lawrence Olivier. Clark queda secreta y amargamente prendado de ella (como la mitad de la población mundial en aquella época).

Es aquí donde Michelle Williams acierta en su tremenda personificación: sabe que todos conocemos las fotografías; la hemos visto cantarle al presidente medio borracha; mandar besos con un solo dedo a las tropas estadounidenses; usar los lentes oscuros como si fueran el último santuario: lo único que nos resta es comprobar cuántas Marilyns existían fuera del escrutinio mundial. A decir verdad, tanto la trama como el guión y la dirección parecen sacados de un cuaderno de afiches viejos, aunque eso no resta ninguna oportunidad de brillar a Williams, quien bien podría llevarse su primer Oscar este año por este papel. Lo más interesante de la película es, justamente, perseguir a Williams en ese camino donde logra escabullirse de sí misma para imaginar a Marilyn corriendo descalza o llorando frente a un espejo de camerino; aunque lo verdaderamente delicioso es ver cómo se vierte en el personaje sin querer parecerse a ella –lo cual hubiera resultado un intento inútil, sólo hay que ver a Marilyn en “Some like it Hot (Wilder, 1959) para entender que la angelina era en verdad única e inimitable por más que suene a cliché fuera de moda–, Williams trabaja mucho más con el ánimo de abrazarla y acompañarla en el largo camino de sus labios mordidos y sus despeinados repentinos, acompañar a todas esas Marilyns que conformaban la desesperada hermosura destinada al fracaso emocional. Quien busque complejidad, subtexto o gran factura está por sentir una gran desilusión. En realidad, My Week with Marilyn es un cúmulo de estereotipos marilynescos, pero es que, como decía Billy Wilder: “Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena”.