Y no sólo el cine mexicano. Ya lo llamaron de Colombia, Brasil y Hollywood, con todo y que para su primer papel, el del General Medrano en 007 Quantum (2008), «no hablaba para nada inglés». Ahora hizo el personaje de un bandido, Jesus Longhair, en un Blockbuster veraniego para 2013: El llanero solitario, de Gore Verbinski. Y eso que su inglés aún no es óptimo aunque sigue estudiándolo y que –y esto pesa–, no puede montar a caballo por una pequeña lesión.

«Ya me veía fuera. Hasta había hecho mi ajuste mental, diciendo: “pero te quedaste, no pudiste hacer la película pero le gustaste a Verbinski y eso ya es ganancia”.» Finalmente, la respuesta de la producción fue que Verbinski necesitaba buenos actores, no buenos jinetes. Joaquín estuvo ocho meses inmerso en la filmación compartiendo créditos con Johnny Depp, Tom Wilkinson y Helena Bonham-Carter. «Me pasé haciendo un western sin montar a caballo. Esto habla de esta fortuna que tengo. Ya la acabé, ya tuve un hijo. El tiempo pasa muy rápido.»

Pero un actor no puede hacer todo. «Es muy difícil escaparte de tu cásting», me dice con una mueca de resignación. Él lo sabe muy bien. Y de algún modo la gente se lo recuerda. Hace tres años Joaquín caminaba por los pasillos del Metro –«me da el síndrome del provinciano y no me gusta manejar en la ciudad»– cuando vio que dos policías lo seguían. En la madre con estos dos, pensó. Los polis se le adelantaron, se pararon en las escaleras y murmuraron entre ellos. Lo esperaban. «“La chingada”, pensé. Ya me veía secuestrado o asaltado. Y no, me preguntaron “¿Usted es el Mascarita –su personaje en Matando cabos–?”». Querían su foto.

Y es que la gente le tomó cariño. «Jamás imaginé vivirlo», me dice con toda la suavidad que le permite su voz gruesa, casi como una confidencia. No acaba de entenderlo. «Soy un tipo con un físico tan equis, que me da mucho gusto que la gente me reconozca por un trabajo que tiene que ver con mi imaginación. Son los personajes los que la han cautivado». Y a la industria, pienso mientras veo los premios que descansan en una repisa del librero que cubre toda una pared de su estancia. Un Ariel, una Diosa de Plata, uno de Canacine. «Son por el Cochicuaz.»

Me toca constatar el reconocimiento cuando salimos de su casa. Apenas caminamos a la esquina cuando desde una camioneta blanca, tres tipos encorbatados bajan las ventanillas y le gritan: «¡Ése mi Cochi!». Joaquín levanta la mano y sonríe. Le gustaría poder salirse de su tipo.

Él, por ejemplo, siente fascinación por Woyzeck, el personaje proletario que le da título al famoso drama del alemán George Büchner. «Nunca lo voy a poder hacer porque no estoy en casting. Tendría que someterme a un trabajo físico para convertirme en un flaco enfermizo. Uno como actor siente que puede hacer todo, y sí, pero la industria no te lo permite del todo. Te agarra y te dice “tú me sirves para esto”. Eso es un poco donde hay que cuidarse.»

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