Por Verónica Sánchez Marín

Si el barroco musical le dio todo el levantamiento del meñique a los músicos (lo mismo que pasión), el rock nos dio la posibilidad de romper mesas y ropa sin control con una excusa disruptiva. Por supuesto, esto fue antes de que llegaran los “agitadores de melena” que se sentían más rudos que Michael Jackson, pero que sólo vivían de una convención… perdón, convicción: lo importante del rock es el teatrito de que uno es muy malo y sexoso.

Dirigida por Adam Shankman y protagonizada por Tom Cruise,La era del rock(Rock of Ages, USA, 2012) es una adaptación cinematográfica de la obra musical homónima, antítesis del hit de BroadwayHairspray, aunque menos conocida que otros grandes musicales que han pasado por la liviandad del cine, comoMamma Mía!oChicago.

Al igual que el musical, la historia se ubica en 1987, el año del Apetite for Destruction, el primer álbum de Guns ‘n’ Roses, y año de la intolerancia underground, representada por el libro Raising PG Kids in an X-Rated Society de Tipper Gore (activista estadounidense y primera esposa de Al Gore, el ecoloco que quiso ser presidente), que advertía a los padres sobre los efectos negativos de la música rock y pop.

La película resucita estos dos acontecimientos olvidados a través de dos oponentes: un Axl Rose tan patético y embustero como lo recordamos, esta vez bajo el mote de Stacee Jaxx (Tom Cruise), que en todo momento muestra un torso ondulante al compas de la música; y su archienemiga Patricia Whitemore (Catherine Zeta-Jones), una mujer de primer nivel que emprende una cruzada neo-puritana. Un telón apropiado para empatar la idea de que todos los rockeros parecidos a Guns ‘n’ Roses eran realmente muy malos; igual que en México, ser rebelde pasó de ser revolucionario a ser un niñato de escuela de paga que se porta mal cantando un pop barato y relamido.

La cinta es precisamente una farsa del esplendor que rodeaba a las estrellas del rock de esa generación, la canibalización del negocio de la música y Hollywood (gran maquinador del entretenimiento superficial detrás del aparato puritano y el burocrático de los músicos “rebeldes”, como los de Rock en tu Idioma).

Aunque el argumento aparece insípido y previsible, resulta una delicia ver a tótems de la guapeza oficial en la década de 1990 resucitando en un decadentismo de antología: Tom Cruise, Alec Baldwin y Catherine Zeta-Jones. Las intervenciones son tan irrisorias que valen el boleto en la taquilla, especialmente el griterío (o canto, ustedes decidan) de Tom Cruise en tanto ídolo superficial del rock (¿quién mejor que él?), además de un canoso y greñudo Sr. Baldwin, en el molde de Rex Harrison.

Sí, como lo esperábamos: todos bailan y cantan un poco en sintonía con Glee, sólo que aquí los jóvenes coristas son Sherrie (Julianne Hough) y Drew (Diego Boneta), quienes al principio de la cinta se conocen en Sunset Street –la avenida que se caracteriza por sus clubes famosos, grandes restaurantes, celebridades vivas y muertas que entraron por ahí directo a Hollywood–, donde se ubica The Bourbon Room, una sala de conciertos regenteada por los más variopintos artistas –una especie de Bar de Moe, muy Simpson– con esporádicas visitas de famosos. Ambos comenzaran allí sus carreras pero como camareros. Mientras viven esta vida de pacotilla –aunque real–, sueñan con volverse estrellas de Hollywood. Ella es una chica de un pequeño pueblo, y Drew, un chico de ciudad. Su rock ‘n’ roll es el romance contado a través de los hits musicales que recuperan toda una época en su mayor apogeo: el glamour del estúpido que se siente más rudo que Elvis. Eso sí, el soundtrack es para nostálgicos y de factura ya geriátrica (hay que admitirlo: 1990 fue hace más de 20 años según la aritmética más básica): canciones de Def Leppard, Joan Jett, Journey, Foreigner, Bon Jovi, Night Ranger, REO Speedwagon, Pat Benatar, Twisted Sister, Poison, Whitesnake, Guns´Roses y muchos más. Es decir, una película para que gocen los metaleros —e incluso quienes los odian.

La mezcla de tan variados personajes y estilos da como resultado una producción que asemeja a Disneylandia –donde se pasean Goofy y Mickey por las calles todo el tiempo–, y tal vez a un mal musical de Broadway, con todo el poder de las canciones y sus respectivas coreografías. El acierto es que todos los temas se interpretan sin vergüenza ni distinción por los actores. Tal como se esperaría de un rockero tan Metallica y Axel Rose. Lo que sí, es que las actuaciones adultas son las que ayudan a sobrellevar las excesivas dos horas de la producción. Porque el exceso puede ser la salvación de La era del rock –en cualquiera de sus connotaciones–: no se sabe si Cruise, Zeta-Jones y Baldwin están en la peor actuación de sus carreras o en la más gloriosa (y glam) que jamás volverán a tener.