Por Ira Franco

«Silencio: vamos a escuchar a la cueva y, con suerte, nuestros propios latidos» es la frase del más viejo de los científicos exploradores mientras el cineasta alemán Werner Herzog y su equipo de filmación se congelan ante pinturas perfectamente preservadas, hechas por humanos hace 32,000 años, en lo que hoy es Francia. Son las más antiguas encontradas jamás y el gobierno francés sólo permitió a Herzog documentar el sitio por unas cuantas sesiones de dos horas.

Nadie más puede ni podrá entrar allí, pues destruiríamos lo que la naturaleza preservó por tanto tiempo. La importancia histórica del documental ya sería suficiente para hacerlo indispensable –y altamente oscareable, como ya se maneja en las predicciones para este año—, pero se le suma otro elemento: la voz y la mirada sin adornos, radical, casi peligrosa de Herzog. El característico acento alemán de Werner al narrar el documental nos guía por la lucidez de sus reflexiones: gracias a su punto de vista, las pinturas de Chauvet se salvan de convertirse en un programita más del Discovery Channel con animalitos humanizados á la Disney. Para Herzog las repeticiones de los cuernos de rinoceronte danzan ante la luz de las antorchas para mostrarnos que el artista paleolítico había inventado una forma primitiva de hacer cine. Herzog reflexiona sobre el surgimiento del alma humana, sobre la capacidad de jugar y hacer arte de la raza humana. Nos invita a ser parte de ella y a veces suelta frases con humor seco, alemán, crudo, incomprensible; todo para causar el mismo efecto que parece una constante en su obra: voltear la cámara y hacer que el espectador se desnude en el presente eterno de su butaca.