Por Miguel Rivera

Hace un par de semanas traté de introducir a un amigo a la saga de Rocky empezando por la primera entrega escrita por un, entonces desconocido, Sylvester Stallone. La respuesta de tal amigo fue que le daba pereza ver una cinta que tratase de boxeo, golpes y sangre. En todo mi enojo le respondí que Rocky no trataba de golpes y sangre, que trataba de un hombre intentando importar en el mundo, que había corazón y alma en aquellas películas (al menos en las primeras dos). Gigantes de acero está destinada a vivir con el mismo estigma.

En esta cinta, un par de décadas adelantada en el futuro, Charlie Kenton (Hugh Jackman) es un ex boxeador-rufián convertido en manager de robots. Así es, al parecer la gente se cansó de los débiles cuerpos de Manny Paquiao y Juan Manuel Márquez y eligió relegar a los hombres e iniciar un nuevo deporte, el boxeo robótico: gigantes de acero deshaciéndose en el ring para el entretenimiento de millones.

Adecuadamente, y alejándose de la frialdad del protagonismo robótico al que no ha acostumbrado Michael Bay con su trilogía de Transformers, se nos relata una historia de personas, humanos. El reencuentro entre un padre desobligado y un hijo en búsqueda de amor es la columna vertebral del largometraje y el corto pero convincente romance entre el personaje de Jackman y la siempre despampanante Evangeline Lilly, interpretando a Bailey Tallet, nunca deja que alejes tu atención de lo que en realidad importa: las relaciones humanas.

Habiendo dicho esto, la cinta sí cuenta con mucha acción, pero está segmentada y proporcionalmente distribuida alrededor de las más de dos horas de duración. Las batallas en el ring son totalmente convincentes y la tecnología usada para dar vida a Atom y los demás robots luchadores da en el blanco. No hay un esmero porque cada robot sea fenomenal, pero sí porque cada uno luzca correcto para el papel otorgado en la película.

Aún cuando el comienzo puede ser un poco lento y nos tenemos que ir acostumbrado poco a poco a este híbrido entre drama, acción y ciencia ficción, el final llega a cautivarnos, y es que las comparaciones con Rocky no son en balde. La lucha del desvalido en contra de un campeón tremendamente más poderoso, la aparición de algunos golpes insignia del Semental Italiano y la fundamental aceptación de que ganar no significa necesariamente vencer sino acabar una pelea de pie (metafórica y literalmente), nos recuerdan que una película de box bien hecha, ya sea con humanos o robots, nos muestra la prevalencia no de los músculos más imponentes sino del corazón más grande.